V. I. Lenin
En memoria de la Comuna
Primera edición: En Rabóchaia Gazeta, núm.4-5, 15 (28) de abril de 1911.
Han pasado cuarenta años desde la proclamación de la Comuna de París.
Según la costumbre establecida, el proletariado francés honró con
mítines y manifestaciones la memoria de los hombres de la revolución del
18 de marzo de 1871. A finales de mayo volverá a llevar coronas de
flores a las tumbas de los communards fusilados, víctimas de la terrible
“Semana de Mayo”, y ante ellas volverá a jurar que luchará sin descanso
hasta el total triunfo de sus ideas, hasta dar cabal cumplimiento a la
obra que ellos le legaron.
¿Por qué el proletariado, no sólo francés, sino el de todo el mundo,
honra a los hombres de la Comuna de París como a sus predecesores? ¿Cuál
es la herencia de la Comuna?
La Comuna surgió espontáneamente, nadie la preparó de modo consciente y
sistemático. La desgraciada guerra con Alemania, las privaciones durante
el sitio, la desocupación entre el proletariado y la ruina de la
pequeña burguesía, la indignación de las masas contra las clases
superiores y las autoridades, que habían demostrado una incapacidad
absoluta, la sorda efervescencia en la clase obrera, descontenta de su
situación y ansiosa de un nuevo régimen social; la composición
reaccionaria de la Asamblea Nacional, que hacía temer por el destino de
la República, todo ello y otras muchas causas se combinaron para
impulsar a la población de París a la revolución del 18 de marzo, que
puso inesperadamente el poder en manos de la Guardia Nacional, en manos
de la clase obrera y de la pequeña burguesía, que se había unido a ella.
Fue un acontecimiento histórico sin precedentes. Hasta entonces, el
poder había estado, por regla general, en manos de los terratenientes y
de los capitalistas, es decir, de sus apoderados, que constituían el
llamado gobierno. Después de la revolución del 18 de marzo, cuando el
gobierno del señor Thiers huyó de París con sus tropas, su policía y sus
funcionarios, el pueblo quedó dueño de la situación y el poder pasó a
manos del proletariado. Pero en la sociedad moderna, el proletariado,
avasallado en lo económico por el capital, no puede dominar
políticamente si no rompe las cadenas que lo atan al capital. De ahí que
el movimiento de la Comuna debiera adquirir inevitablemente un tinte
socialista, es decir, debiera tender al derrocamiento del dominio de la
burguesía, de la dominación del capital, a la destrucción de las bases
mismas del régimen social contemporáneo.
Al principio se trató de un movimiento muy heterogéneo y confuso. Se
adhirieron a él los patriotas, con la esperanza de que la Comuna
reanudaría la guerra contra los alemanes, llevándola a un venturoso
desenlace. Los apoyaron asimismo los pequeños tenderos, en peligro de
ruina si no se aplazaba el pago de las deudas vencidas de los alquileres
(aplazamiento que les negaba el gobierno, pero que la Comuna les
concedió). Por último, en un comienzo también simpatizaron en cierto
grado con él los republicanos burgueses, temerosos de que la
reaccionaria Asamblea Nacional (los “rurales”, los salvajes
terratenientes) restablecieran la monarquía. Pero el papel fundamental
en este movimiento fue desempeñado, naturalmente, por los obreros (sobre
todo, los artesanos de París), entre los cuales se había realizado en
los últimos años del Segundo Imperio una intensa propaganda socialista, y
que inclusive muchos de ellos estaban afiliados a la Internacional.
Sólo los obreros permanecieron fieles a la Comuna hasta el fin. Los
burgueses republicanos y la pequeña burguesía se apartaron bien pronto
de ella: unos se asustaron por el carácter socialista revolucionario del
movimiento, por su carácter proletario; otros se apartaron de ella al
ver que estaba condenada a una derrota inevitable. Sólo los proletarios
franceses apoyaron a su gobierno, sin temor ni desmayos, sólo ellos
lucharon y murieron por él, es decir, por la emancipación de la clase
obrera, por un futuro mejor para los trabajadores.
Abandonada por sus aliados de ayer y sin contar con ningún apoyo, la
Comuna tenía que ser derrotada inevitablemente. Toda la burguesía de
Francia, todos los terratenientes, corredores de bolsa y fabricantes,
todos los grandes y pequeños ladrones, todos los explotadores, se
unieron contra ella. Con la ayuda de Bismarck (que dejó en libertad a
100.000 soldados franceses prisioneros de los alemanes para aplastar al
París revolucionario), esta coalición burguesa logró enfrentar con el
proletariado parisiense a los campesinos ignorantes y a la pequeña
burguesía de provincias, y rodear la mitad de París con un círculo de
hierro (la otra mitad había sido cercada por el ejército alemán). En
algunas grandes ciudades de Francia (Marsella, Lyon, Saint-Etienne,
Dijon y otras) los obreros también intentaron tomar el poder, proclamar
la Comuna y acudir en auxilio de París, pero estos intentos fracasaron
rápidamente. Y París, que había sido la primera en enarbolar la bandera
de la insurrección proletaria, quedó abandonada a sus propias fuerzas y
condenada una muerte cierta.
Para que una revolución social pueda triunfar, necesita por lo menos dos
condiciones: un alto desarrollo de las fuerzas productivas y un
proletariado preparado para ella. Pero en 1871 se carecía de ambas
condiciones. El capitalismo francés se hallaba aún poco desarrollado, y
Francia era entonces, en lo fundamental, un país de pequeña burguesía
(artesanos, campesinos, tenderos, etc.). Por otra parte, no existía un
partido obrero, y la clase obrera no estaba preparada ni había tenido un
largo adiestramiento, y en su mayoría ni siquiera comprendía con
claridad cuáles eran sus fines ni cómo podía alcanzarlos. No había una
organización política seria del proletariado, ni fuertes sindicatos, ni
sociedades cooperativas...
Pero lo que le faltó a la Comuna fue, principalmente tiempo, posibilidad
de darse cuenta de la situación y emprender la realización de su
programa. No había tenido tiempo de iniciar la tarea cuando el gobierno,
atrincherado en Versalles y apoyado por toda la burguesía, inició las
operaciones militares contra París. La Comuna tuvo que pensar ante todo
en su propia defensa. Y hasta el final mismo, que sobrevino en la semana
del 21 al 28 de mayo, no pudo pensar con seriedad en otra cosa.
Sin embargo, pese a esas condiciones tan desfavorables y a la brevedad
de su existencia, la Comuna adoptó algunas medidas que caracterizan
suficientemente su verdadero sentido y sus objetivos. La Comuna
sustituyó el ejército regular, instrumento ciego en manos de las clases
dominantes, y armó a todo el pueblo; proclamó la separación de la
Iglesia del Estado; suprimió la subvención del culto (es decir, el
sueldo que el Estado pagaba al clero) y dio un carácter estrictamente
laico a la instrucción pública, con lo que asestó un fuerte golpe a los
gendarmes de sotana. Poco fue lo que pudo hacer en el terreno puramente
social, pero ese poco muestra con suficiente claridad su carácter de
gobierno popular, de gobierno obrero: se prohibió el trabajo nocturno en
las panaderías; fue abolido el sistema de multas, esa expoliación
consagrada por ley de que se hacía víctima a los obreros; por último, se
promulgó el famoso decreto en virtud del cual todas las fábricas y
todos los talleres abandonados o paralizados por sus dueños eran
entregados a las cooperativas obreras, con el fin de reanudar la
producción. Y para subrayar, como si dijéramos, su carácter de gobierno
auténticamente democrático y proletario, la Comuna dispuso que la
remuneración de todos los funcionarios administrativos y del gobierno no
fuera superior al salario normal de un obrero, ni pasara en ningún caso
de los 6.000 francos al año (menos de 200 rublos mensuales).
Todas estas medidas mostraban elocuentemente que la Comuna era una
amenaza mortal para el viejo mundo, basado en la opresión y la
explotación. Esa era la razón de que la sociedad burguesa no pudiera
dormir tranquila mientras en el ayuntamiento de París ondeara la bandera
roja del proletariado. Y cuando la fuerza organizada del gobierno pudo,
por fin, dominar a la fuerza mal organizada de la revolución, los
generales bonapartistas, esos generales batidos por los alemanes y
valientes ante sus compatriotas vencidos, esos Rénnenkampf y
Meller-Zakomielski franceses, hicieron una matanza como París jamás
había visto. Cerca de 30.000 parisienses fueron muertos por la
soldadesca desenfrenada; unos 45.000 fueron detenidos y muchos de ellos
ejecutados posteriormente; miles fueron los desterrados o condenados a
trabajar forzados. En total, París perdió cerca de 100.000 de sus hijos,
entre ellos a los mejores obreros de todos los oficios.
La burguesía estaba contenta. “¡Ahora se ha acabado con el socialismo
para mucho tiempo!”, decía su jefe, el sanguinario enano Thiers, cuando
él y sus generales ahogaron en sangre la sublevación del proletariado de
París. Pero esos cuervos burgueses graznaron en vano. Después de seis
años de haber sido aplastada la Comuna, cuando muchos de sus luchadores
se hallaban aún en presidio o en el exilio, se iniciaba en Francia un
nuevo movimiento obrero. La nueva generación socialista, enriquecida con
la experiencia de sus predecesores, cuya derrota no la había desanimado
en absoluto, recogió la bandera que había caído de las manos de los
luchadores de la Comuna y la llevó adelante con firmeza y audacia, al
grito de “¡Viva la revolución social, viva la Comuna!” Y tres o cuatro
años más tarde, un nuevo partido obrero y la agitación levantada por
éste en el país obligaron a las clases dominantes a poner en libertad a
los communards que el gobierno aún mantenía presos.
La memoria de los luchadores de la Comuna es honrada no sólo por los
obreros franceses, sino también por el proletariado de todo el mundo,
pues aquella no luchó por un objetivo local o estrechamente nacional,
sino por la emancipación de toda la humanidad trabajadora, de todos los
humillados y ofendidos. Como combatiente de vanguardia de la revolución
social, la Comuna se ha ganado la simpatía en todos los lugares donde
sufre y lucha el proletariado. La epopeya de su vida y de su muerte, el
ejemplo de un gobierno obrero que conquistó y retuvo en sus manos
durante más de dos meses la Capital del mundo, el espectáculo de la
heroica lucha del proletariado y de sus sufrimientos después de la
derrota, todo esto ha levantado la moral de millones de obreros,
alentado sus esperanzas y ganado sus simpatías para el socialismo. El
tronar de los cañones de París ha despertado de su sueño profundo a las
capas más atrasadas del proletariado y ha dado en todas partes un
impulso a la propaganda socialista revolucionaria. Por eso no ha muerto
la causa de la Comuna, por eso sigue viviendo hasta hoy día en cada uno
de nosotros.
La causa de la Comuna es la causa de la revolución social, es la causa
de la completa emancipación política y económica de los trabajadores, es
la causa del proletariado mundial. Y en este sentido es inmortal.
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