Una victoria
Entremos allí.
Al llegar, una tromba de polvo resinoso, amarillento, de sabor amargo nos envuelve, como si estuviéramos en un molino. Telas de arañas grises cuelgan del techo. Todo parece envejecido, gris. Desde los basamentos de las máquinas pintadas de negro, hasta los rayos del sol que se filtran por los vidrios de las ventanas con rejas. Un polvo blancuzco enharina a los obreros inclinados sobre sus máquinas, pero no son molineros, son carpinteros, y no es grano lo que ellos desmenuzan, sino madera con la que alimentan sus máquinas. Ellas devoran cada día el equivalente de una pequeña floresta de pinares y suministran las tablas que, bien trabajadas, se transformarán en marcos de ventanas, de puertas, que sólo tendrán que ser ajustadas y encoladas en los talleres vecinos.
El contramaestre Mihaylks, el abuelo Mihaylks, como lo llaman familiarmente, es el guardián y el protector titular de las máquinas, la nodriza, le dicen los obreros. Se le ve ir de una a otra, aguzando el oído para controlar los ruidos cambiantes. Conoce el significado de la menor variación en cada motor y percibe en seguida cuál está siendo forzado. Es el responsable de nueve máquinas. Piensa en ellas aun de noche, temiendo sin cesar que pueda sucederles algo. Conoce el punto débil de cada motor. El resorte que debe ser reemplazado, la correa de transmisión que hay que componer o acortar.
Defiende sus máquinas y sería capaz de pelear por ellas. Podría llegar al crimen por una garlopa mellada.
Aparte de sus máquinas, el abuelo Mihaylks es un hombre bonachón. En las reuniones apenas si se oye su voz. En su casa nunca regaña a sus hijos y nunca los castiga. Pero en lo que toca a sus máquinas es implacable. No tolera que las maltraten. Quisiera ver salir de las garlopas mecánicas tablas tan lisas que ya no necesitaran pulimiento, que de inmediato pudieran ser pintadas y barnizadas. Cuánta economía de tiempo y papel esmerilado, a condición, desde luego, que el abuelo Mihaylks realizara su sueño.
¿Pero qué sucede con esas desdichadas tablas? Basta que un cribador o un aserrador descuidado, llegado de afuera, ponga sus zapatos llenos de arena sobre alguna de ellas, para que ya en la máquina la madera melle la cuchilla. Sin contar con los entorpecimientos causados por la guerra. Hace cuatro años que terminó en esa región, pero aún hoy se sienten sus consecuencias. Cuando se empieza a cepillar o aserrar una pieza de madera sin defecto aparente, de pronto el acero del cepillo lanza una chispa, o la hoja de la cuchilla se rompe, debido a una astilla de granada o un pedacito de plomo incrustado en la madera: esos bárbaros hitlerianos cribaban de balas los árboles durante su retirada.
Mihaylks previene constantemente a los aserradores:
—¡Ojo, ojo, Peter Kese... cuidado con las balas!
Hace las mismas recomendaciones a los manipuladores, pero éstos no son cuidadosos, además no tienen tiempo de examinar y de sacudir bien la madera destinada a las máquinas, dado que los aserradores, Peter Kese sobre todo, trabajan a un ritmo cada vez más endiablado y apenas si los manipuladores pueden seguirlos.
Pero, además, ¿por qué tanta prisa? De todos modos nunca alcanzarán a vencer al equipo de Dezso Balint. Desde que ese Balint, con su aire tranquilo, imaginó ese aparato de dibujo, su equipo está a la cabeza de todas las emulaciones. Construyó un tablero, una especie de mesa provista de un bastidor móvil alrededor de un eje, y en ese bastidor fijó doce cuchillas de acero. Basta un simple movimiento de brazo para que el instrumento marque de una sola vez, sobre el marco de la ventana, el lugar de dos muescas y dos espigas. Antes había que dibujar esas marcas con lápiz, de tal modo que la nueva invención permite ganar mucho tiempo, sin contar la economía de lápiz, a lo que se agrega que el trabajo es mucho más preciso. El obrero que antes tenía que hacer este trabajo, ahora se puede emplear en la perforadora número 2.
Desde entonces el banderín rojo de los ganadores en la campaña de emulación socialista flota encima de la cabeza de Balint. Fijado sobre un travesaño, luce en medio de un torbellino de polvo, o mejor dicho luciría, porque el polvo de las aserradoras lo ha recubierto. Hora tras hora se va poniendo blanco, pero Balint lo sacude también hora tras hora, y lo limpia del aserrín que se va depositado encima, y de nuevo el banderín rojo flamea a los ojos de los obreros, que cortan los troncos y transportan la madera aserrada en tablas. Es a la vez una advertencia estimulante, que les recuerda que están en la cola de la competencia. En verdad, los equipos que trabajan en las perforadoras, en las escopladoras y en los "chassis" han sido citados en los diarios como sobresalientes en el trabajo por pieza. Y su paga se ha acrecido. Dezso Balint tuvo también una prima importante e invitó a todo su equipo a festejar el acontecimiento. Desde entonces se ha moderado un poco el tren de producción, porque llegan fácilmente a utilizar toda la cantidad de material que le está asignado, mientras que el grupo de los aserradores y los obreros auxiliares se desloman tratando de alcanzarlos. Aunque el trabajo está juiciosamente repartido, no consiguen inventar algo que les permita mejorar su rendimiento. Para hacerlos rabiar, Egyed Joska tiene el maligno placer de cantarles de tanto en tanto:
—Qué quieren hacerle, muchachos, para eso se necesita seso, y eso es lo que les falta.
Cuando lo oyen, los aserradores se ponen furiosos. ¡Pobre Peter Kese! Antes de la invención de Balint pasaba por ser el mejor obrero del taller. Conocía su oficio y ahora tiene que soportar tal afrenta. "Esperen, ya van a ver...", dice, y se le ven temblar los músculos de su cara flaca y angulosa, pero no agrega una palabra más. Sus compañeros hacen lo mismo que él y se apresuran uno tras otro en una persecución silenciosa. Quisieran poder sepultar el tablero de Balint bajo un montón de tablas y de planchas. Hacen, en su trabajo, todo lo que es humanamente posible. El primer hombre del equipo viene a la carrera hacia la aserradora circular, con un largo madero sobre la espalda, como una minúscula hormiga llevando un fósforo. Con un gesto preciso, el segundo hombre, Peter Kese, toma el madero por un extremo y lo corta en seis trozos de igual longitud, que caen con un ruido sordo sobre el piso de hormigón. El hombrecito que los transporta arriesga a cada instante la mano entre las pedazos que caen. Pero ese hombre pequeñito, que para tener aire más viril se ha dejado crecer un bigote de gato, es rápido como un hurón y sin desfallecer un instante recoge los tacos al vuelo y los lleva a la carrera a la segunda aserradora, máquina que los corta a lo largo. El que maneja la segunda aserradora, está hundido en el aserrín hasta media pierna. Su gorra, sus espaldas, sus cejas enmarañadas, todo está cubierto de una espesa capa de polvo. Éste es el que da más trabajo al abuelo Mihaylks: masacra, destroza literalmente las sierras. El disco de la sierra que la velocidad hace casi invisible se detiene frecuentemente, y cada vez la correa resinosa patina sobre el eje humeante. Un quinto hombre transporta las tablas a la devastadora de Borza Janos y regresa apresuradamente a la sierra. El aserrín llena sus zapatos. Le penetra por boca y narices. Estornuda violentamente, pero no tiene tiempo de sonarse. Las dos primeras máquinas vomitan sobre él sus piezas de madera. La tercera empuja las suyas, y el montón sube sin cesar. Y Peter Kese le grita:
—¡Mueve tus piernas, hermano! Dentro de poco no se te va a ver, bajo el montón de material.
Un vozarrón resuena en el amplio espacio del taller. Los hombres de Balint guiñan el ojo. Ellos no necesitan apurarse ni que los apuren. Entre ellos todo marcha como sobre ruedas. Su tarea es tanto más fácil cuanto que no están enceguecidos por el aserrín y la viruta, como el recogedor de la cepilladora. Este pobre hombre inútilmente se baja la visera de la gorra sobre los ojos y se abotona la camisa hasta el mentón. Las pequeñas astillas de la madera, mezcladas al polvo, se introducen por el cuello cerrado, se le deslizan por el pecho, se le acumulan en la cintura y le carcomen la piel como una sarna. Y le llegan algunas veces hasta la boca.
Los cilindros de la cepilladora lanzan sin cesar tablas de igual espesor. Si no se sacaran a tiempo de la pila que forman, ésta se desmoronaría sobre las piezas que van saliendo. La máquina se detendría. El motor se pondría a golpear y en seguida el abuelo Mihaylks correría blasfemando hasta perforar los tímpanos.
—¿Qué hacen, asesinos? ¡No tienen piedad de esa pobre máquina! ¡Creen que ella no siente! Si arruinan ese motor, los mato.
Gritaba mucho menos en otro tiempo. Ellos tampoco se preocupaban cuando las máquinas se paraban. A veces las descomponían ellos mismos, para poder descansar un cuartito de hora, que aprovechaban para fumar un cigarrillo en los watter, mientras el mecánico, echando maldiciones, tenía que aceitar los cojinetes recalentados. Después de todo sólo recuperaban un poco de la plusvalía que la casa Binder e hijos les trampeaba.
Hoy, al entrar a la sala de máquinas, la mirada es atraída por un aviso en grandes letras: "Participamos en la EMULACIÓN SOCIALISTA".
Los recogedores corrían de una máquina a otra. Cuando una esquirla se incrustaba en la palma de su mano, no se entretenían como antes en sacarla despaciosamente con la punta de su cortaplumas. A menos que la esquirla hubiera penetrado en la carne viva, ellos esperaban la pausa de mediodía o bien de la noche, soportando pacientemente el dolor. No tenían tiempo. Estaban empeñados en ese concurso y todos sabían lo que eso quería decir. Peter Kese les había ya explicado bien de qué se trataba.
Peter Kese pasó sus vacaciones en Sovata, y lo que cuenta de Sovata y los alrededores es increíble. Allí el pueblo laborioso se baña en el lago. No como en el tiempo de los señores, en que sólo las mujeres de los fabricantes y otros haraganes de la misma especie se zambullían. Las cuatro semanas que Kese pasó en Sovata fue un encantamiento que sobrepasa todo lo que se pueda imaginar. Es una antesala del mañana, explica Peter Kese, regocijándose.
Pero Samor Borza se complace en molestarlo. Quién sabe si el año que viene Balint no te desaloje también del lago de Sovata...
—A mí, jamás..., exclama Kese, y una oleada de sangre colorea su cara pálida.
Mientras habla, ha empujado un madero bajo la cuchilla con tal violencia que el abuelo Mihaylks viene a toda carrera con los brazos al cielo.
—¡No vayas a estropear tu máquina, Peter! Si la correa se rompe es una catástrofe. ¡Qué gente, Dios mío, qué gente!
La competencia dura ya dos semanas, sin que el equipe de Kese hubiera conseguido sobrepasar al equipo de Balint, hecho invencible por el famoso aparato de dibujar. Sólo una innovación permitiría superarlo, ¿pero cuál? Esa idea obsesiona a Peter Kese de día y de noche, pero inútilmente inspecciona con la mirada ansiosa el taller y las máquinas. Nada se le ocurre. Lee en las caras extenuadas de sus compañeros, y calcula por su propia fatiga, que no podrán seguir mucho tiempo en ese ritmo. Tampoco las máquinas resistirían. Y sin embargo Peter Kese se obstina en querer tentar lo imposible.
Cuando se acerca el mediodía, Denes Kiss, el hombrecito de bigotes de gato, corre con su carga de madera sobre la espalda, y de pronto se lleva la manos a los ojos titubeando como, un borracho:
—¡Socorro!, compañero Borza. ¡Tengo algo en el ojo, no veo nada!
—Ahora sí que la competencia está perdida, gruñe Borza, dejando su máquina.
Lleva a Kiss cerca de una ventana, se limpia bien las manos, saca un pañuelo, lo sacude, retuerce una punta y empieza a explorar el ojo de Kiss, éste parpadea y las lágrimas corren por sus mejillas, dejando huellas en el polvo que las cubre.
—Y bien, ¿qué hacen allí?, dice con impaciencia Feri Beke, que espera frente a su cepilladora.
Tiene las sienes blancas, aun cuando está limpio, pero lo siguen llamando Feri, y el abuelo Mihaylks lo llama "Mi pequeño Feri". Volviéndose a los dos hombres chilla:
—No tengo nada que echarle a mi máquina, Janos. Con una mano empuña encolerizado la manivela y con la otra desembriaga el motor. Y se va a trabajar a la desgastadora.
Arrancándose del montón de desechos de madera, su ayudante aprovecha para tomar aliento. Se sacude el aserrín acumulado en su cintura y, juntando un montón de viruta, se deja caer encima.
Por el momento no hay nada que hacer. El trabajo está organizado en tal forma que si uno de ellos se para, todas las máquinas se inmovilizan. Borza empleó más de un cuarto de hora para extraer del ojo de Kiss una minúscula astilla de madera. Mientras tanto el equipo de Balint tuvo también que detenerse por falta de material, mientras que los maderos se amontonaban cerca de la sierra de Kese, quien a su vez se vio obligado a parar su máquina hasta que llegaran a sacar la madera aserrada que lo estorbaba. Maldecía y juraba. Cuántas veces él había reclamado al sindicato la necesidad de proporcionarles anteojos protectores a los obreros. Volvería a dirigirse a la directiva sindical, y si era necesario a la regional del partido para que se tomaran las medidas indispensables. ¿Cómo podría llamarse a eso una emulación socialista?
Sus refunfuños se perdían en el ruido de las máquinas que retomaron su ritmo. Hasta tarde en la noche, en que se logró recuperar el retardo provocado por el accidente.
Al día siguiente, los hombres de Kese, descansados y más decididos aún, retomaron el trabajo con la esperanza de poder ganarle el primer lugar al equipo de Balint. Al cabo de una media hora tres cepilladoras tuvieron sus cuchillas dañadas por esquirlas de piedras traidoramente incrustadas en la madera. Borza hubiera querido seguir, pero el abuelo Mihaylks detuvo el motor.
—¿Hubieras tenido el coraje de trabajar con una cuchilla mellada? ¿A ti no te importa que los "chassis" salgan de nuestras manos con dos burletes gruesos como dos morcillas? No, no, muchachos, no sólo ustedes cuentan. También yo tomo parte en la emulación. Y recordando lo que había oído en las sesiones, agregó con tono sentencioso: ¡Ustedes jamás piensan en la calidad, compañeros!
Se empleó una media hora en reemplazar las cuchillas deterioradas, y durante ese tiempo nuevamente se detuvo todo el taller. Se engrasaban los cojinetes aunque no hubiera necesidad. Joska Egied aprovechó este respiro para reclamar a los aserradores por su falta de cuidado en el control y cepillado de las tablas.
Peter Kese se mordía los labios. Sabía bien que era a él a quien se dirigían esos reclamos, pero si se hubieran puesto a buscar granos de arena con una lupa, esto haría que perdiera más terreno su equipo frente al de Balint, lo que le alejaría la posibilidad de poder reconquistar el ansiado banderín. Tenía que conquistarlo aunque fuera a costa de su vida. Si no lo lograba esta semana, lo que ya parecía imposible, la semana siguiente tendría que inventar algo a cualquier precio.
Durante la pausa de mediodía, observó con inquietud que los hombres de Balint concertaban algo en voz baja. Quizás preparan alguna otra innovación, se dijo. Así lo hicieron cuando el invento del aparato de dibujar. Sin duda, Balint está imaginando una nueva innovación.
Encaramados sobre los troncos, el equipo de Balint estaba reunido a su alrededor. Sin duda hablaba de una innovación a sus hombres, mientras comía como siempre tomates o pepinos, pues era vegetariano. Pero esta vez la innovación que imaginaba Balint iba destinada a las aserradoras. Balint había visto la víspera una película soviética en la que el carbón de las minas era transportado con la ayuda de un especie de transportador móvil. Esa idea, ¿por qué no iba a ser aplicable a sus máquinas? Habría que instalar un deslizador delante de las aserradoras. Las piezas de madera se encaminarían en esa forma, de la primera sierra circular a la primera cepilladora, sin ninguna operación manual, lo que permitiría liberar de una vez cuatro hombres. Uno de éstos podría entonces emplearse en la desvastadora, mientras que los otros limpiarían los troncos de la arena. En esta forma se evitaría mellar las sierras y por lo tanto no habría paros en el trabajo, ni las astillas de madera saltarían a los ojos de los trabajadores, provocando menos accidentes. De un golpe, el sueño del abuelo Mihaylks se encontraría realizado, pues ya no serían deterioradas, sus sierras.
—Su sueño, seguramente, retrucó Marton Hiedeg, un obrero largo como un día sin pan, que trabajaba en la escopladora. Pero no hay que olvidar, agregó, que con esa innovación el equipo de Kese tomará tal avance que pronto seremos sobrepasados y ni el mismo Dios podrá vencerlos. Y diciendo esto sus ojos se tornaron amenazantes.
—No hay que olvidar, tampoco, que la bandera de la emulación la perderíamos, adujo Karoly Sos.
—¿Para qué romperse la cabeza, compañero Balint?, exclamó con buen humor Joska Egyed, al que por la forma de su cara le llamaban "cabeza de tártaro". Si usted les construye ese deslizador, ellos nos van a llevar por delante, y ya tenemos bastante trabajo para mantenernos en el primer lugar con las perforadoras.
—No se preocupen, yo inventaré alguna otra cosa para nuestro equipo, dijo Balint, en tono conciliador, mientras mordía una mitad de tomate, saboreado por él como el más delicioso pedazo de carne asada.
Lanzó en seguida una mirada de soslayo hacia el equipo de Peter Kese y exclamó:
—¡Pobres, miren en qué estado están! ¡No se les puede dejar así! Sin contar con que están muy atrás nuestro. Sí, ya tengo hecho el dibujo para ellos.
—Mejor sería comenzar por hacer uno para nosotros y después ocuparse de ellos, reclamó Egyed.
Balint lo miró irritado.
—Quieres discutir a todo precio, dijo Balint levantándose. Hay que pensar, además, que nosotros mismos nos hacemos daño si no los ayudamos.
Sin esperar más, se apeó del tronco donde estaba sentado y balanceando su pesado cuerpo se dirigió por entre los trozos de madera hacia donde estaban Peter Kese y sus compañeros. Sentados a la sombra sobre una gran pila, como si lo hubieran hecho adrede, todos comían salchichones cortándolos con sus navajas en gruesas rodajas.
Balint se detuvo frente a Kese y viéndolo comer así le aconsejó:
—Deberías agregarle un poco de cebolla a tu salchichón.
—Dejamos el forraje para los rumiantes, replicó Kese con aire de burla.
Balint, como todo vegetariano, estaba acostumbrado a estas bromas pesadas y no se disgustó. Luego, se puso a explicar tranquilamente el proyecto que había concebido. Era de una simplicidad que a cualquiera hubiera dejado estupefacto y, al enunciar la idea del deslizador, hizo que los aserradores abrieran enormes ojos y que se quedaron paralizados con los cuchillos en el aire, olvidándose de cortar o tragar el salchichón. El rostro pálido de Kese se enrojeció. Inmediatamente había comprendido las ventajas del proyecto, pero lo ahogaba la idea de que a ninguno de ellos se le hubiera ocurrido aquella solución y se preguntaba si todos estaban, en verdad, desprovistos a tal punto de inteligencia y que sólo Balint era capaz de inventar cosas. Será nuevamente de él de quien hablarán los periódicos y una vez más será él el que embolsará la prima, un pobre diablo que no vive más que de tomates y pepinos, mientras que sus tres hijos comen carne todos los días. Lo mordía la envidia. Una luz alumbró sus ojos grises y a pesar de eso exclamó:
—Su innovación viene muy tarde, compañero Balint. Y como requiriendo la aprobación de los trabajadores de su equipo continuó: Hace mucho tiempo que nosotros habíamos pensado en un dispositivo igual, y justamente esta noche pensábamos hablar de ese asunto al director del taller y al abuelo Mihaylks.
Balint palideció. Escrutó las caras embadurnadas de polvo y aserrín. Ante su asombro y sus miradas confundidas, comprendió que Kese mentía descaradamente. Esperó un momento a que los obreros desaprobaran lo dicho por aquel impostor, porque la verdad, le repugnaba tener que ser él mismo quien defendiera su idea. No le gustaba discutir y menos cuando la discusión podía degenerar en una disputa seria. Tironeaba maquinalmente su blusón, pues la verdad es que no tenía condiciones de orador.
Si es así, dijo desalentado, me alegro que hayan tenido ustedes la misma idea. Después de todo no se trata de nada trascendental, sino de una simple deslizadora. Lo que urge es que ustedes pongan manos a la obra, y en lo que les pueda ayudar cuenten conmigo.
—Nosotros podemos arreglarnos solos, interrumpió Kese, con voz ronca, en la que se adivinaba una secreta aprehensión.
Balint ya no tuvo más qué decir, quedóse un instante indeciso y después se retiró sin prisa.
Los aserradores rodearon a Kese, mirándole con reproche.
—¿Fuiste tú en verdad quien tuvo primero esa idea?, le preguntaron.
Kese, que un momento antes estaba casi arrepentido de su audacia, se sintió picado en lo vivo por la desconfianza de sus compañeros y respondió con brusquedad:
—¿Y por qué no podía yo tenerla? ¡Vaya una cosa! Todos sabemos que es necesario cambiar nuestras máquinas, esta noche nos quedaremos trabajando y mañana tendremos los deslizadores instalados.
Janos Borza observó incrédulo:
—Si es así ¿por qué nunca nos habías hablado antes de esa idea? y diciendo esto terminó de limpiar el cuchillo para deslizarlo en su bolsa,
—Yo quería hablarles precisamente hoy..., respondió Kese, mirando hacia el equipo de Balint, donde discutían acaloradamente.
Balint había referido a sus compañeros la acogida que acababa de hacerle Kese, y ese era el motivo de la discusión entre ellos. Se negaban a creer que Kese fuera capaz de inventar algo y trataban a Balint de gallina mojada, reprochándole el que se hubiera dejado ganar la partida sin decir nada. Bien se ve que se alimenta de verduras, que tiene sangre de nabos en las venas.
Balint recibía los reproches sin contestar. Se decía a sí mismo que en su cabeza bullían muchas ideas y que por eso no debía alarmarse de que la gente le robara alguna y se vistiera de méritos con ella. ¿De qué le serviría a Kese haber hecho aquello? Balint meditaba en ese momento un gran proyecto, estaba imaginando una máquina universal para el trabajo de la madera, máquina que ejecutaría sucesivamente todas las operaciones: corte y cepillado de las tablas, perforaciones, montaje y pulido de los chassis. En su casa pasaba la mayor parte del tiempo dedicado al estudio y preparación de su proyecto y que llegara el día en que la industria del país estuviera más avanzada, para poder echar fuera todas las viejas máquinas. Ese día, él realizaría su plan. ¿Por qué ponerse a hacerle la guerra a Meter Kese? La única curiosidad era saber ¿cómo iba a realizar la deslizadora?
Kese buscó al abuelo Mihaylks para exponerle la idea y pedirle su ayuda. Él mismo no era un obrero calificado, además le faltaba experiencia en esa materia. El abuelo Mihaylks lo escuchó atentamente. Las puntas brillantes de cinco capuchones de lápices salían del bolsillo de su blusón como si ellos también escucharan. El mecánica que había en Mihaylks despertó y, lanzando la gorra al suelo, exclamó:
¡Qué idea feliz Peter, que gran idea! Vamos enseguida a ponerla en práctica. Déjeme hacer a mí. Lo esencial en todo esto es la idea, lo demás viene solo. En ese mismo momento se pusieron manos a la obra y trabajaron toda la noche. Kese no esperaba que Balint vinera a pasar la noche con ellos. Al principio éste se conformó con verlos trabajar, esperando que le pidieran consejo. Pero en seguida no pudo soportar y empezó a hacerles sugestiones a cuales más útiles. A la mañana siguiente todas las máquinas estaban ya conectadas con deslizadores y no formaban sino una sola cadena, una sola máquina. Los obreros quedaron disponibles, uno fue destinado para ayudar a Borza en la desvastadora, en tanto que otro, provisto de un cepillo metálico, se encargó de sacudir los granos de arena que ponen en peligro las sierras y de inspeccionar cuidadosamente cada pieza de madera a fin de ver que no tuvieran esquirlas de piedra. Sobre las deslizadoras la madera corría que daba gusto. Los obreros de los talleres vecinos vinieron a admirar la maravilla. El comité de la fábrica fue convocado para esa misma noche a una reunión, en la que iba a entregar a Kese el banderín de la emulación.
El abuelo Mihaylks no acababa de felicitar y estrujar la mano de Kese. Lo que más le halagaba, es que con aquella invención se había cumplido su sueño, que las tablas que salían de las máquinas fueran nítidas y pulidas como un espejo. Pero aparte del abuelo Mihaylks, ningún otro de los obreros del taller felicitó a Kese, ni siquiera los de su propio equipo. Las felicitaciones no le habrían dado satisfacción, dado que él tenía sobre su conciencia el peso de que la invención no era suya, tuvo el mismo sentimiento que cuando niño iba al examen de fin de año con los zapatos de tacones altos de su madre, para no llegar a la escuela descalzo frente a sus compañeros que iban todos bien calzados.
Su remordimiento e inquietudes aumentaron al ir llegando la noche. Se presentaron algunos reporteros para entrevistarlo y fotografiarlo; Kese se ocultaba tras de una pila de tablas y no se atrevía a mostrarse a los obreros que llegaban de otros talleres a ver su invento. El sudor bañaba su frente, cada vez más abundante y más frío. Sentía cólera contra Balint. ¿Por qué se dejó robar la idea, ese hombre? Y no se explicaba porqué, para colmar la medida, Balint había venido a darle una mano en la construcción de la deslizadora. ¿Lo haría por hacer méritos? ¿Por demostrar a los otros que él no es como todos, que para él lo importante era el triunfo y mejoramiento del taller, del país, y lo demás no contaba?
"¿Seré yo capaz de hacer otro tanto? Sería yo capaz de dejarle a Balint el lugar de preferencia?", se preguntaba, y se contestaba con cólera: "No, yo no sería capaz, por nada de este mundo".
Resueltamente salió de su escondite, apartó a los obreros que lo buscaban y se dirigió directamente al presidente del comité de la usina, que estaba reunido con los otros miembros. Se recoge las mangas del chaleco roído y le llama desde la puerta:
—Compañero Kadar, le dijo, quiero pedirle una cosa: que no pronuncie mi nombre en esta reunión, o bien, caso que lo pronunciara, que sea para decir que yo no soy más que un ladrón. Me marcho y no volverán ustedes a oír hablar de mí.
Sandor Kadar no podía creer lo que oía, al escuchar a Kese que, venciéndose a sí mismo, revelaba esta desagradable historia.
—A buena hora viene usted. Cómo vamos a salir de ésta, hemos anunciado su nombre en todas partes, y el comité regional ya está enterado.
—Si es así, hay que rectificar compañero Kadar, hay que rectificar aunque yo me rompa la cabeza, gritó Peter Kese.
—Eso no, alzó la voz a su turno Kadar. No dejaríamos que usted se rompiera la cabeza. Felizmente que usted rectificó a tiempo, déjeme ahora. Vamos a la reunión. Nos están esperando.
Y diciendo esto, Kadar salió con paso decidido. Montó sobre una pila de troncos y reunió con un gesto a los obreros que esperaban que se declarara abierta la reunión y después de un breve preámbulo, abordó él así el asunto.
—Compañeros, dijo levantando la voz, debo anunciar a ustedes que Peter Kese ha desmentido hace un momento la noticia según la cual era él el autor de la innovación en las aserradoras. Él simplemente ayudó a la realización. La idea inicial —y Kadar tendió el brazo hacia los obreros mudos de asombro— la idea fundamental pertenece a Dezso Balint. Pero el honor de esta nueva realización no le corresponde solo a él, sino a lodos los de la sala de máquinas. Cada uno se esforzó en la obra, unos atrajeron a otros y es así como la idea de Balint pudo dar sus frutos. En efecto, el principal mérito corresponde a nuestro Partido, que lucha porque nosotros podamos gozar de plena libertad en innovaciones como ésta.
Los aplausos entusiastas de los obreros cubrieron estas palabras. Kadar continuó hablando unos momentos, en tanto que en la cabeza de Peter Kese todo se confundía. Estaba allí con la cara inclinada, el aire sombrío, sin moverse de la entrada del taller, pues no se había dado cuenta que la reunión acababa de terminar.
Bruscamente salió de su postración al ver delante suyo a Balint que lo abrazaba calurosamente, en tanto sus compañeros de la sala de máquinas le tomaban las manos. Todos tenían las caras alegres, los ojos amigos y le dirigían palabras alentadoras. El más entusiasta era Joska Egyed. Apartando a los otros y tomando la mano de Kese gritó alegremente:
—¡Qué gran tipo Peter, lo que acabas de hacer vale tanto como la victoria del compañero Balint!
Al llegar, una tromba de polvo resinoso, amarillento, de sabor amargo nos envuelve, como si estuviéramos en un molino. Telas de arañas grises cuelgan del techo. Todo parece envejecido, gris. Desde los basamentos de las máquinas pintadas de negro, hasta los rayos del sol que se filtran por los vidrios de las ventanas con rejas. Un polvo blancuzco enharina a los obreros inclinados sobre sus máquinas, pero no son molineros, son carpinteros, y no es grano lo que ellos desmenuzan, sino madera con la que alimentan sus máquinas. Ellas devoran cada día el equivalente de una pequeña floresta de pinares y suministran las tablas que, bien trabajadas, se transformarán en marcos de ventanas, de puertas, que sólo tendrán que ser ajustadas y encoladas en los talleres vecinos.
El contramaestre Mihaylks, el abuelo Mihaylks, como lo llaman familiarmente, es el guardián y el protector titular de las máquinas, la nodriza, le dicen los obreros. Se le ve ir de una a otra, aguzando el oído para controlar los ruidos cambiantes. Conoce el significado de la menor variación en cada motor y percibe en seguida cuál está siendo forzado. Es el responsable de nueve máquinas. Piensa en ellas aun de noche, temiendo sin cesar que pueda sucederles algo. Conoce el punto débil de cada motor. El resorte que debe ser reemplazado, la correa de transmisión que hay que componer o acortar.
Defiende sus máquinas y sería capaz de pelear por ellas. Podría llegar al crimen por una garlopa mellada.
Aparte de sus máquinas, el abuelo Mihaylks es un hombre bonachón. En las reuniones apenas si se oye su voz. En su casa nunca regaña a sus hijos y nunca los castiga. Pero en lo que toca a sus máquinas es implacable. No tolera que las maltraten. Quisiera ver salir de las garlopas mecánicas tablas tan lisas que ya no necesitaran pulimiento, que de inmediato pudieran ser pintadas y barnizadas. Cuánta economía de tiempo y papel esmerilado, a condición, desde luego, que el abuelo Mihaylks realizara su sueño.
¿Pero qué sucede con esas desdichadas tablas? Basta que un cribador o un aserrador descuidado, llegado de afuera, ponga sus zapatos llenos de arena sobre alguna de ellas, para que ya en la máquina la madera melle la cuchilla. Sin contar con los entorpecimientos causados por la guerra. Hace cuatro años que terminó en esa región, pero aún hoy se sienten sus consecuencias. Cuando se empieza a cepillar o aserrar una pieza de madera sin defecto aparente, de pronto el acero del cepillo lanza una chispa, o la hoja de la cuchilla se rompe, debido a una astilla de granada o un pedacito de plomo incrustado en la madera: esos bárbaros hitlerianos cribaban de balas los árboles durante su retirada.
Mihaylks previene constantemente a los aserradores:
—¡Ojo, ojo, Peter Kese... cuidado con las balas!
Hace las mismas recomendaciones a los manipuladores, pero éstos no son cuidadosos, además no tienen tiempo de examinar y de sacudir bien la madera destinada a las máquinas, dado que los aserradores, Peter Kese sobre todo, trabajan a un ritmo cada vez más endiablado y apenas si los manipuladores pueden seguirlos.
Pero, además, ¿por qué tanta prisa? De todos modos nunca alcanzarán a vencer al equipo de Dezso Balint. Desde que ese Balint, con su aire tranquilo, imaginó ese aparato de dibujo, su equipo está a la cabeza de todas las emulaciones. Construyó un tablero, una especie de mesa provista de un bastidor móvil alrededor de un eje, y en ese bastidor fijó doce cuchillas de acero. Basta un simple movimiento de brazo para que el instrumento marque de una sola vez, sobre el marco de la ventana, el lugar de dos muescas y dos espigas. Antes había que dibujar esas marcas con lápiz, de tal modo que la nueva invención permite ganar mucho tiempo, sin contar la economía de lápiz, a lo que se agrega que el trabajo es mucho más preciso. El obrero que antes tenía que hacer este trabajo, ahora se puede emplear en la perforadora número 2.
Desde entonces el banderín rojo de los ganadores en la campaña de emulación socialista flota encima de la cabeza de Balint. Fijado sobre un travesaño, luce en medio de un torbellino de polvo, o mejor dicho luciría, porque el polvo de las aserradoras lo ha recubierto. Hora tras hora se va poniendo blanco, pero Balint lo sacude también hora tras hora, y lo limpia del aserrín que se va depositado encima, y de nuevo el banderín rojo flamea a los ojos de los obreros, que cortan los troncos y transportan la madera aserrada en tablas. Es a la vez una advertencia estimulante, que les recuerda que están en la cola de la competencia. En verdad, los equipos que trabajan en las perforadoras, en las escopladoras y en los "chassis" han sido citados en los diarios como sobresalientes en el trabajo por pieza. Y su paga se ha acrecido. Dezso Balint tuvo también una prima importante e invitó a todo su equipo a festejar el acontecimiento. Desde entonces se ha moderado un poco el tren de producción, porque llegan fácilmente a utilizar toda la cantidad de material que le está asignado, mientras que el grupo de los aserradores y los obreros auxiliares se desloman tratando de alcanzarlos. Aunque el trabajo está juiciosamente repartido, no consiguen inventar algo que les permita mejorar su rendimiento. Para hacerlos rabiar, Egyed Joska tiene el maligno placer de cantarles de tanto en tanto:
—Qué quieren hacerle, muchachos, para eso se necesita seso, y eso es lo que les falta.
Cuando lo oyen, los aserradores se ponen furiosos. ¡Pobre Peter Kese! Antes de la invención de Balint pasaba por ser el mejor obrero del taller. Conocía su oficio y ahora tiene que soportar tal afrenta. "Esperen, ya van a ver...", dice, y se le ven temblar los músculos de su cara flaca y angulosa, pero no agrega una palabra más. Sus compañeros hacen lo mismo que él y se apresuran uno tras otro en una persecución silenciosa. Quisieran poder sepultar el tablero de Balint bajo un montón de tablas y de planchas. Hacen, en su trabajo, todo lo que es humanamente posible. El primer hombre del equipo viene a la carrera hacia la aserradora circular, con un largo madero sobre la espalda, como una minúscula hormiga llevando un fósforo. Con un gesto preciso, el segundo hombre, Peter Kese, toma el madero por un extremo y lo corta en seis trozos de igual longitud, que caen con un ruido sordo sobre el piso de hormigón. El hombrecito que los transporta arriesga a cada instante la mano entre las pedazos que caen. Pero ese hombre pequeñito, que para tener aire más viril se ha dejado crecer un bigote de gato, es rápido como un hurón y sin desfallecer un instante recoge los tacos al vuelo y los lleva a la carrera a la segunda aserradora, máquina que los corta a lo largo. El que maneja la segunda aserradora, está hundido en el aserrín hasta media pierna. Su gorra, sus espaldas, sus cejas enmarañadas, todo está cubierto de una espesa capa de polvo. Éste es el que da más trabajo al abuelo Mihaylks: masacra, destroza literalmente las sierras. El disco de la sierra que la velocidad hace casi invisible se detiene frecuentemente, y cada vez la correa resinosa patina sobre el eje humeante. Un quinto hombre transporta las tablas a la devastadora de Borza Janos y regresa apresuradamente a la sierra. El aserrín llena sus zapatos. Le penetra por boca y narices. Estornuda violentamente, pero no tiene tiempo de sonarse. Las dos primeras máquinas vomitan sobre él sus piezas de madera. La tercera empuja las suyas, y el montón sube sin cesar. Y Peter Kese le grita:
—¡Mueve tus piernas, hermano! Dentro de poco no se te va a ver, bajo el montón de material.
Un vozarrón resuena en el amplio espacio del taller. Los hombres de Balint guiñan el ojo. Ellos no necesitan apurarse ni que los apuren. Entre ellos todo marcha como sobre ruedas. Su tarea es tanto más fácil cuanto que no están enceguecidos por el aserrín y la viruta, como el recogedor de la cepilladora. Este pobre hombre inútilmente se baja la visera de la gorra sobre los ojos y se abotona la camisa hasta el mentón. Las pequeñas astillas de la madera, mezcladas al polvo, se introducen por el cuello cerrado, se le deslizan por el pecho, se le acumulan en la cintura y le carcomen la piel como una sarna. Y le llegan algunas veces hasta la boca.
Los cilindros de la cepilladora lanzan sin cesar tablas de igual espesor. Si no se sacaran a tiempo de la pila que forman, ésta se desmoronaría sobre las piezas que van saliendo. La máquina se detendría. El motor se pondría a golpear y en seguida el abuelo Mihaylks correría blasfemando hasta perforar los tímpanos.
—¿Qué hacen, asesinos? ¡No tienen piedad de esa pobre máquina! ¡Creen que ella no siente! Si arruinan ese motor, los mato.
Gritaba mucho menos en otro tiempo. Ellos tampoco se preocupaban cuando las máquinas se paraban. A veces las descomponían ellos mismos, para poder descansar un cuartito de hora, que aprovechaban para fumar un cigarrillo en los watter, mientras el mecánico, echando maldiciones, tenía que aceitar los cojinetes recalentados. Después de todo sólo recuperaban un poco de la plusvalía que la casa Binder e hijos les trampeaba.
Hoy, al entrar a la sala de máquinas, la mirada es atraída por un aviso en grandes letras: "Participamos en la EMULACIÓN SOCIALISTA".
Los recogedores corrían de una máquina a otra. Cuando una esquirla se incrustaba en la palma de su mano, no se entretenían como antes en sacarla despaciosamente con la punta de su cortaplumas. A menos que la esquirla hubiera penetrado en la carne viva, ellos esperaban la pausa de mediodía o bien de la noche, soportando pacientemente el dolor. No tenían tiempo. Estaban empeñados en ese concurso y todos sabían lo que eso quería decir. Peter Kese les había ya explicado bien de qué se trataba.
Peter Kese pasó sus vacaciones en Sovata, y lo que cuenta de Sovata y los alrededores es increíble. Allí el pueblo laborioso se baña en el lago. No como en el tiempo de los señores, en que sólo las mujeres de los fabricantes y otros haraganes de la misma especie se zambullían. Las cuatro semanas que Kese pasó en Sovata fue un encantamiento que sobrepasa todo lo que se pueda imaginar. Es una antesala del mañana, explica Peter Kese, regocijándose.
Pero Samor Borza se complace en molestarlo. Quién sabe si el año que viene Balint no te desaloje también del lago de Sovata...
—A mí, jamás..., exclama Kese, y una oleada de sangre colorea su cara pálida.
Mientras habla, ha empujado un madero bajo la cuchilla con tal violencia que el abuelo Mihaylks viene a toda carrera con los brazos al cielo.
—¡No vayas a estropear tu máquina, Peter! Si la correa se rompe es una catástrofe. ¡Qué gente, Dios mío, qué gente!
La competencia dura ya dos semanas, sin que el equipe de Kese hubiera conseguido sobrepasar al equipo de Balint, hecho invencible por el famoso aparato de dibujar. Sólo una innovación permitiría superarlo, ¿pero cuál? Esa idea obsesiona a Peter Kese de día y de noche, pero inútilmente inspecciona con la mirada ansiosa el taller y las máquinas. Nada se le ocurre. Lee en las caras extenuadas de sus compañeros, y calcula por su propia fatiga, que no podrán seguir mucho tiempo en ese ritmo. Tampoco las máquinas resistirían. Y sin embargo Peter Kese se obstina en querer tentar lo imposible.
Cuando se acerca el mediodía, Denes Kiss, el hombrecito de bigotes de gato, corre con su carga de madera sobre la espalda, y de pronto se lleva la manos a los ojos titubeando como, un borracho:
—¡Socorro!, compañero Borza. ¡Tengo algo en el ojo, no veo nada!
—Ahora sí que la competencia está perdida, gruñe Borza, dejando su máquina.
Lleva a Kiss cerca de una ventana, se limpia bien las manos, saca un pañuelo, lo sacude, retuerce una punta y empieza a explorar el ojo de Kiss, éste parpadea y las lágrimas corren por sus mejillas, dejando huellas en el polvo que las cubre.
—Y bien, ¿qué hacen allí?, dice con impaciencia Feri Beke, que espera frente a su cepilladora.
Tiene las sienes blancas, aun cuando está limpio, pero lo siguen llamando Feri, y el abuelo Mihaylks lo llama "Mi pequeño Feri". Volviéndose a los dos hombres chilla:
—No tengo nada que echarle a mi máquina, Janos. Con una mano empuña encolerizado la manivela y con la otra desembriaga el motor. Y se va a trabajar a la desgastadora.
Arrancándose del montón de desechos de madera, su ayudante aprovecha para tomar aliento. Se sacude el aserrín acumulado en su cintura y, juntando un montón de viruta, se deja caer encima.
Por el momento no hay nada que hacer. El trabajo está organizado en tal forma que si uno de ellos se para, todas las máquinas se inmovilizan. Borza empleó más de un cuarto de hora para extraer del ojo de Kiss una minúscula astilla de madera. Mientras tanto el equipo de Balint tuvo también que detenerse por falta de material, mientras que los maderos se amontonaban cerca de la sierra de Kese, quien a su vez se vio obligado a parar su máquina hasta que llegaran a sacar la madera aserrada que lo estorbaba. Maldecía y juraba. Cuántas veces él había reclamado al sindicato la necesidad de proporcionarles anteojos protectores a los obreros. Volvería a dirigirse a la directiva sindical, y si era necesario a la regional del partido para que se tomaran las medidas indispensables. ¿Cómo podría llamarse a eso una emulación socialista?
Sus refunfuños se perdían en el ruido de las máquinas que retomaron su ritmo. Hasta tarde en la noche, en que se logró recuperar el retardo provocado por el accidente.
Al día siguiente, los hombres de Kese, descansados y más decididos aún, retomaron el trabajo con la esperanza de poder ganarle el primer lugar al equipo de Balint. Al cabo de una media hora tres cepilladoras tuvieron sus cuchillas dañadas por esquirlas de piedras traidoramente incrustadas en la madera. Borza hubiera querido seguir, pero el abuelo Mihaylks detuvo el motor.
—¿Hubieras tenido el coraje de trabajar con una cuchilla mellada? ¿A ti no te importa que los "chassis" salgan de nuestras manos con dos burletes gruesos como dos morcillas? No, no, muchachos, no sólo ustedes cuentan. También yo tomo parte en la emulación. Y recordando lo que había oído en las sesiones, agregó con tono sentencioso: ¡Ustedes jamás piensan en la calidad, compañeros!
Se empleó una media hora en reemplazar las cuchillas deterioradas, y durante ese tiempo nuevamente se detuvo todo el taller. Se engrasaban los cojinetes aunque no hubiera necesidad. Joska Egied aprovechó este respiro para reclamar a los aserradores por su falta de cuidado en el control y cepillado de las tablas.
Peter Kese se mordía los labios. Sabía bien que era a él a quien se dirigían esos reclamos, pero si se hubieran puesto a buscar granos de arena con una lupa, esto haría que perdiera más terreno su equipo frente al de Balint, lo que le alejaría la posibilidad de poder reconquistar el ansiado banderín. Tenía que conquistarlo aunque fuera a costa de su vida. Si no lo lograba esta semana, lo que ya parecía imposible, la semana siguiente tendría que inventar algo a cualquier precio.
Durante la pausa de mediodía, observó con inquietud que los hombres de Balint concertaban algo en voz baja. Quizás preparan alguna otra innovación, se dijo. Así lo hicieron cuando el invento del aparato de dibujar. Sin duda, Balint está imaginando una nueva innovación.
Encaramados sobre los troncos, el equipo de Balint estaba reunido a su alrededor. Sin duda hablaba de una innovación a sus hombres, mientras comía como siempre tomates o pepinos, pues era vegetariano. Pero esta vez la innovación que imaginaba Balint iba destinada a las aserradoras. Balint había visto la víspera una película soviética en la que el carbón de las minas era transportado con la ayuda de un especie de transportador móvil. Esa idea, ¿por qué no iba a ser aplicable a sus máquinas? Habría que instalar un deslizador delante de las aserradoras. Las piezas de madera se encaminarían en esa forma, de la primera sierra circular a la primera cepilladora, sin ninguna operación manual, lo que permitiría liberar de una vez cuatro hombres. Uno de éstos podría entonces emplearse en la desvastadora, mientras que los otros limpiarían los troncos de la arena. En esta forma se evitaría mellar las sierras y por lo tanto no habría paros en el trabajo, ni las astillas de madera saltarían a los ojos de los trabajadores, provocando menos accidentes. De un golpe, el sueño del abuelo Mihaylks se encontraría realizado, pues ya no serían deterioradas, sus sierras.
—Su sueño, seguramente, retrucó Marton Hiedeg, un obrero largo como un día sin pan, que trabajaba en la escopladora. Pero no hay que olvidar, agregó, que con esa innovación el equipo de Kese tomará tal avance que pronto seremos sobrepasados y ni el mismo Dios podrá vencerlos. Y diciendo esto sus ojos se tornaron amenazantes.
—No hay que olvidar, tampoco, que la bandera de la emulación la perderíamos, adujo Karoly Sos.
—¿Para qué romperse la cabeza, compañero Balint?, exclamó con buen humor Joska Egyed, al que por la forma de su cara le llamaban "cabeza de tártaro". Si usted les construye ese deslizador, ellos nos van a llevar por delante, y ya tenemos bastante trabajo para mantenernos en el primer lugar con las perforadoras.
—No se preocupen, yo inventaré alguna otra cosa para nuestro equipo, dijo Balint, en tono conciliador, mientras mordía una mitad de tomate, saboreado por él como el más delicioso pedazo de carne asada.
Lanzó en seguida una mirada de soslayo hacia el equipo de Peter Kese y exclamó:
—¡Pobres, miren en qué estado están! ¡No se les puede dejar así! Sin contar con que están muy atrás nuestro. Sí, ya tengo hecho el dibujo para ellos.
—Mejor sería comenzar por hacer uno para nosotros y después ocuparse de ellos, reclamó Egyed.
Balint lo miró irritado.
—Quieres discutir a todo precio, dijo Balint levantándose. Hay que pensar, además, que nosotros mismos nos hacemos daño si no los ayudamos.
Sin esperar más, se apeó del tronco donde estaba sentado y balanceando su pesado cuerpo se dirigió por entre los trozos de madera hacia donde estaban Peter Kese y sus compañeros. Sentados a la sombra sobre una gran pila, como si lo hubieran hecho adrede, todos comían salchichones cortándolos con sus navajas en gruesas rodajas.
Balint se detuvo frente a Kese y viéndolo comer así le aconsejó:
—Deberías agregarle un poco de cebolla a tu salchichón.
—Dejamos el forraje para los rumiantes, replicó Kese con aire de burla.
Balint, como todo vegetariano, estaba acostumbrado a estas bromas pesadas y no se disgustó. Luego, se puso a explicar tranquilamente el proyecto que había concebido. Era de una simplicidad que a cualquiera hubiera dejado estupefacto y, al enunciar la idea del deslizador, hizo que los aserradores abrieran enormes ojos y que se quedaron paralizados con los cuchillos en el aire, olvidándose de cortar o tragar el salchichón. El rostro pálido de Kese se enrojeció. Inmediatamente había comprendido las ventajas del proyecto, pero lo ahogaba la idea de que a ninguno de ellos se le hubiera ocurrido aquella solución y se preguntaba si todos estaban, en verdad, desprovistos a tal punto de inteligencia y que sólo Balint era capaz de inventar cosas. Será nuevamente de él de quien hablarán los periódicos y una vez más será él el que embolsará la prima, un pobre diablo que no vive más que de tomates y pepinos, mientras que sus tres hijos comen carne todos los días. Lo mordía la envidia. Una luz alumbró sus ojos grises y a pesar de eso exclamó:
—Su innovación viene muy tarde, compañero Balint. Y como requiriendo la aprobación de los trabajadores de su equipo continuó: Hace mucho tiempo que nosotros habíamos pensado en un dispositivo igual, y justamente esta noche pensábamos hablar de ese asunto al director del taller y al abuelo Mihaylks.
Balint palideció. Escrutó las caras embadurnadas de polvo y aserrín. Ante su asombro y sus miradas confundidas, comprendió que Kese mentía descaradamente. Esperó un momento a que los obreros desaprobaran lo dicho por aquel impostor, porque la verdad, le repugnaba tener que ser él mismo quien defendiera su idea. No le gustaba discutir y menos cuando la discusión podía degenerar en una disputa seria. Tironeaba maquinalmente su blusón, pues la verdad es que no tenía condiciones de orador.
Si es así, dijo desalentado, me alegro que hayan tenido ustedes la misma idea. Después de todo no se trata de nada trascendental, sino de una simple deslizadora. Lo que urge es que ustedes pongan manos a la obra, y en lo que les pueda ayudar cuenten conmigo.
—Nosotros podemos arreglarnos solos, interrumpió Kese, con voz ronca, en la que se adivinaba una secreta aprehensión.
Balint ya no tuvo más qué decir, quedóse un instante indeciso y después se retiró sin prisa.
Los aserradores rodearon a Kese, mirándole con reproche.
—¿Fuiste tú en verdad quien tuvo primero esa idea?, le preguntaron.
Kese, que un momento antes estaba casi arrepentido de su audacia, se sintió picado en lo vivo por la desconfianza de sus compañeros y respondió con brusquedad:
—¿Y por qué no podía yo tenerla? ¡Vaya una cosa! Todos sabemos que es necesario cambiar nuestras máquinas, esta noche nos quedaremos trabajando y mañana tendremos los deslizadores instalados.
Janos Borza observó incrédulo:
—Si es así ¿por qué nunca nos habías hablado antes de esa idea? y diciendo esto terminó de limpiar el cuchillo para deslizarlo en su bolsa,
—Yo quería hablarles precisamente hoy..., respondió Kese, mirando hacia el equipo de Balint, donde discutían acaloradamente.
Balint había referido a sus compañeros la acogida que acababa de hacerle Kese, y ese era el motivo de la discusión entre ellos. Se negaban a creer que Kese fuera capaz de inventar algo y trataban a Balint de gallina mojada, reprochándole el que se hubiera dejado ganar la partida sin decir nada. Bien se ve que se alimenta de verduras, que tiene sangre de nabos en las venas.
Balint recibía los reproches sin contestar. Se decía a sí mismo que en su cabeza bullían muchas ideas y que por eso no debía alarmarse de que la gente le robara alguna y se vistiera de méritos con ella. ¿De qué le serviría a Kese haber hecho aquello? Balint meditaba en ese momento un gran proyecto, estaba imaginando una máquina universal para el trabajo de la madera, máquina que ejecutaría sucesivamente todas las operaciones: corte y cepillado de las tablas, perforaciones, montaje y pulido de los chassis. En su casa pasaba la mayor parte del tiempo dedicado al estudio y preparación de su proyecto y que llegara el día en que la industria del país estuviera más avanzada, para poder echar fuera todas las viejas máquinas. Ese día, él realizaría su plan. ¿Por qué ponerse a hacerle la guerra a Meter Kese? La única curiosidad era saber ¿cómo iba a realizar la deslizadora?
Kese buscó al abuelo Mihaylks para exponerle la idea y pedirle su ayuda. Él mismo no era un obrero calificado, además le faltaba experiencia en esa materia. El abuelo Mihaylks lo escuchó atentamente. Las puntas brillantes de cinco capuchones de lápices salían del bolsillo de su blusón como si ellos también escucharan. El mecánica que había en Mihaylks despertó y, lanzando la gorra al suelo, exclamó:
¡Qué idea feliz Peter, que gran idea! Vamos enseguida a ponerla en práctica. Déjeme hacer a mí. Lo esencial en todo esto es la idea, lo demás viene solo. En ese mismo momento se pusieron manos a la obra y trabajaron toda la noche. Kese no esperaba que Balint vinera a pasar la noche con ellos. Al principio éste se conformó con verlos trabajar, esperando que le pidieran consejo. Pero en seguida no pudo soportar y empezó a hacerles sugestiones a cuales más útiles. A la mañana siguiente todas las máquinas estaban ya conectadas con deslizadores y no formaban sino una sola cadena, una sola máquina. Los obreros quedaron disponibles, uno fue destinado para ayudar a Borza en la desvastadora, en tanto que otro, provisto de un cepillo metálico, se encargó de sacudir los granos de arena que ponen en peligro las sierras y de inspeccionar cuidadosamente cada pieza de madera a fin de ver que no tuvieran esquirlas de piedra. Sobre las deslizadoras la madera corría que daba gusto. Los obreros de los talleres vecinos vinieron a admirar la maravilla. El comité de la fábrica fue convocado para esa misma noche a una reunión, en la que iba a entregar a Kese el banderín de la emulación.
El abuelo Mihaylks no acababa de felicitar y estrujar la mano de Kese. Lo que más le halagaba, es que con aquella invención se había cumplido su sueño, que las tablas que salían de las máquinas fueran nítidas y pulidas como un espejo. Pero aparte del abuelo Mihaylks, ningún otro de los obreros del taller felicitó a Kese, ni siquiera los de su propio equipo. Las felicitaciones no le habrían dado satisfacción, dado que él tenía sobre su conciencia el peso de que la invención no era suya, tuvo el mismo sentimiento que cuando niño iba al examen de fin de año con los zapatos de tacones altos de su madre, para no llegar a la escuela descalzo frente a sus compañeros que iban todos bien calzados.
Su remordimiento e inquietudes aumentaron al ir llegando la noche. Se presentaron algunos reporteros para entrevistarlo y fotografiarlo; Kese se ocultaba tras de una pila de tablas y no se atrevía a mostrarse a los obreros que llegaban de otros talleres a ver su invento. El sudor bañaba su frente, cada vez más abundante y más frío. Sentía cólera contra Balint. ¿Por qué se dejó robar la idea, ese hombre? Y no se explicaba porqué, para colmar la medida, Balint había venido a darle una mano en la construcción de la deslizadora. ¿Lo haría por hacer méritos? ¿Por demostrar a los otros que él no es como todos, que para él lo importante era el triunfo y mejoramiento del taller, del país, y lo demás no contaba?
"¿Seré yo capaz de hacer otro tanto? Sería yo capaz de dejarle a Balint el lugar de preferencia?", se preguntaba, y se contestaba con cólera: "No, yo no sería capaz, por nada de este mundo".
Resueltamente salió de su escondite, apartó a los obreros que lo buscaban y se dirigió directamente al presidente del comité de la usina, que estaba reunido con los otros miembros. Se recoge las mangas del chaleco roído y le llama desde la puerta:
—Compañero Kadar, le dijo, quiero pedirle una cosa: que no pronuncie mi nombre en esta reunión, o bien, caso que lo pronunciara, que sea para decir que yo no soy más que un ladrón. Me marcho y no volverán ustedes a oír hablar de mí.
Sandor Kadar no podía creer lo que oía, al escuchar a Kese que, venciéndose a sí mismo, revelaba esta desagradable historia.
—A buena hora viene usted. Cómo vamos a salir de ésta, hemos anunciado su nombre en todas partes, y el comité regional ya está enterado.
—Si es así, hay que rectificar compañero Kadar, hay que rectificar aunque yo me rompa la cabeza, gritó Peter Kese.
—Eso no, alzó la voz a su turno Kadar. No dejaríamos que usted se rompiera la cabeza. Felizmente que usted rectificó a tiempo, déjeme ahora. Vamos a la reunión. Nos están esperando.
Y diciendo esto, Kadar salió con paso decidido. Montó sobre una pila de troncos y reunió con un gesto a los obreros que esperaban que se declarara abierta la reunión y después de un breve preámbulo, abordó él así el asunto.
—Compañeros, dijo levantando la voz, debo anunciar a ustedes que Peter Kese ha desmentido hace un momento la noticia según la cual era él el autor de la innovación en las aserradoras. Él simplemente ayudó a la realización. La idea inicial —y Kadar tendió el brazo hacia los obreros mudos de asombro— la idea fundamental pertenece a Dezso Balint. Pero el honor de esta nueva realización no le corresponde solo a él, sino a lodos los de la sala de máquinas. Cada uno se esforzó en la obra, unos atrajeron a otros y es así como la idea de Balint pudo dar sus frutos. En efecto, el principal mérito corresponde a nuestro Partido, que lucha porque nosotros podamos gozar de plena libertad en innovaciones como ésta.
Los aplausos entusiastas de los obreros cubrieron estas palabras. Kadar continuó hablando unos momentos, en tanto que en la cabeza de Peter Kese todo se confundía. Estaba allí con la cara inclinada, el aire sombrío, sin moverse de la entrada del taller, pues no se había dado cuenta que la reunión acababa de terminar.
Bruscamente salió de su postración al ver delante suyo a Balint que lo abrazaba calurosamente, en tanto sus compañeros de la sala de máquinas le tomaban las manos. Todos tenían las caras alegres, los ojos amigos y le dirigían palabras alentadoras. El más entusiasta era Joska Egyed. Apartando a los otros y tomando la mano de Kese gritó alegremente:
—¡Qué gran tipo Peter, lo que acabas de hacer vale tanto como la victoria del compañero Balint!
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Acerca del Autor
István Nagy nació en febrero de 1904, en la localidad de Cluj, entonces capital de la Transilvania del Imperio Austrohúngaro. Su lengua materna, pués, es el húngaro. Su familia vivía en condiciones miserables, como la mayoría de los trabajadores de esa época en todo el mundo. Su padre moriría en la guerra interimperialista de 1914, la Primera Guerra Mundial.
Quedando huérfano de padre a los 10 años, Nagy empezó muy pronto a trabajar como carpintero, viviendo en sus propias carnes las precarias condiciones del proletariado de la época interbélica. Después trabajaría también en los astilleros del Danubio, en Galati y Braila.
Ya desde el año 1919 es activo en el movimiento obrero, formando parte del Partido Socialdemócrata y, después, en 1931, del Partido Comunista de Rumanía. Dentro de sus filas, llevó a cabo una intensa actividad clandestina, siendo arrestado en varias ocasiones..
Tras la toma del poder por la clase trabajadora rumana, Istvan Nagy se puso al frente de los escritores magiares de Rumanía, militando por la creación de un frente unido de escritores en torno al partido, para fomentar y crear literatura socialista. En sus obras se convierte en un ferviente defensor de la fraternidad entre las diferentes nacionalidades de Rumania, y de la lucha contra el nacionalismo y el racismo.
Entre 1950-53 fue rector de la Universidad Bolyai de Cluj (de enseñanza en lengua húngara). Además de su labor de escritor, sigue desarrollando su actividad política, tanto a través de la literatura como formando parte de la Gran Asamblea Nacional. Moriría el 24 de abril de 1977, en su ciudad natal.
Uno de sus textos más conocidos es el titulado "Una victoria", que fue incluído por Miguel Angel Asturias tras su visita a Rumania como parte de su Antología de la prosa rumana, publicado a finales de los sesenta. En el cuento Nagy trata el tema de la emulación socialista, a la que Lenin daba tanta importancia, porque, según sus palabras, "Hay que deshacer a toda costa el viejo prejuicio absurdo, salvaje, infame y odioso, según el cual solo las llamadas «clases superiores», solo los ricos o los que han pasado por la escuela de los ricos, pueden administrar el Estado, dirigir, en el terreno de la organización, la construcción de la sociedad socialista".
Tomado del blog: http://imbratisare.blogspot.com.co/2016/10/una-victoria-un-cuento-de-istvan-nagy.html
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