Cuando Lenin subió a la tribuna y pronunció la palabra “camaradas”
con la “r” muy suave, creí que no era un gran orador. Pero apenas pasó
un minuto y yo, como todos los demás, estaba “absorto” con su discurso.
Por primera vez escuché que se podía hablar sobre complicadísimos
problemas politicos con tanta sencillez. Este orador no se esforzaba en
hacer frases pomposas. Al contrario, parecía ofrecer cada palabra sobre
la palma de la mano, empleándola con asombrosa facilidad en su sentido
exacto.
Sería una dura tarea transmitir la excepcional impresión que produjo.
Su brazo extendido hacia el frente, con la palma de la mano un poco
orientada hacia arriba, como si la apoyase en cada palabra, citando las
frases del adversario y rebatiéndolas con argumentos de peso, con
pruebas del derecho y del deber de la clase obrera de proseguir por su
propio camino y no ir a rebufo -ni siquiera hacia un lado- de la
burguesía liberal.
Todo esto estaba fuera de lo común y Lenin lo decía como si no
hablase por si mismo, sino realmente por la voluntad de la historia. La
cohesión, el remate, la justicia y el vigor de su palabra, todo él en la
tribuna parecía una obra de arte clásica en la que no falta ningún
detalle y tampoco sobra nada, sin defectos, y, si los tiene, son casi
imperceptibles por ser tan naturalmente necesarios como los ojos en la
cara o los cinco dedos en la mano.
Lenin habló -respecto al tiempo- mucho menos que los oradores que lo
habían precedido, pero la impresión fue mucho más grande, y no fuí el
único que lo sintió, porque detrás mia se escuchaba un susurro de
entusiasmo: “habla Lenin…” Y realmente así era, cada argumento se desarrollaba por si mismo, por su fuerza interior.
Traducido por “Cultura Proletaria” del periódico “A Classe Operária”, nº 149, noviembre de 1948