Dicen que la infancia es una de las mejores épocas de la vida, un
periodo sin preocupaciones ni problemas. Es cuando aún no debes pasarte
el día trabajando y puedes dedicarte a jugar con tus amigos, comer,
dormir y disfrutar mientras creces. ¿Qué daríamos por volver a esa época
de nuestra vida, libre de preocupaciones?
Yo tengo la impresión que la infancia en la URSS era más gratificante que la de los niños de hoy en día.
Probablemente eso se deba más bien a la época, tanto de la vida
individual como histórica, que al régimen político en sí. No teníamos
preocupaciones ni miedos. Pasábamos el día entero jugando al aire libre,
montando en bicicleta, patinando o simplemente dando una vuelta. No
había móviles, ni guardas de seguridad y podíamos ir donde quisiéramos
sin decírselo a nuestros padres.
Ahora volvamos a los soviéticos. El Partido Comunista entrenaba a sus
seguidores desde una edad muy temprana. Para empezar, en el primer año a
los niños se les daba el título de “Oktiabrenok”, que significa “El
niño del Octubre Rojo”. Nos daban un pequeño pin en forma de estrella
con la imagen de Lenin cuando era niño. Para nosotros eso no tenía mucha
importancia.
El momento de ser admitidos en los Pioneros (el siguiente paso para
convertirnos en comunistas) era muy importante. Cuando terminábamos el
tercer grado nos evaluaban para convertirnos en pioneros. Los chicos
mayores y los profesores comprobaban las notas, el comportamiento, los
éxitos y demás. El acto de admisión era imponente y emocionante. Los
compañeros pioneros nos ataban al cuello un tipo de bandana formando una
lazada y, a partir de aquel momento, ya podíamos convertirnos en
comprometidos jóvenes, miembros del Partido Comunista.
Nos enseñaban a cuidar y proteger la naturaleza. Puede parecer una
tontería, pero literalmente debíamos cuidar la naturaleza. ¡Una de
nuestras actividades favoritas era jugar a los “enfermeros” y curar
árboles! Teníamos que llevar un bolso de la Cruz Roja lleno de material
médico: vendas, tijeras, algodón, desinfectante y nos poníamos en
marcha, bien cargados, para llevar a cabo el proyecto “Curar a los
árboles”.
Debíamos ir en busca de ramas rotas, tallos cortados, arbustos
doblados, y aplicarles una solución desinfectante y poner vendajes. Era
una actividad estupenda que desarrollaba el sentido de la atención.
Solíamos correr muchos riesgos y hacíamos un montón de cosas
peligrosas. Imagínense, unos niños de diez años que deciden saltar sobre
los tejados metálicos de los garajes, superficies resbaladizas y de
bordes afilados. Cuando tenían sed cogían un carámbano que colgaba del
mismo techo metálico y lo chupaban como si fuera un helado.
La suciedad, las bacterias… ¡¿A quién le importaba?! Cuando nos
poníamos enfermos, nuestras madres tenían soluciones muy “especiales”.
Cuando me dolía la garganta mi madre me aplicaba queroseno encima ¡y
funcionaba!
Para los niños que tenían carencia de vitamina D, el remedio era
cavar un hoyo en la arena caliente, poner el niño dentro y cubrirlo con
arena. Si se te clavaba una astilla de madera en el dedo, la mejor
solución era introducirlo tres veces en agua hirviendo. Eso aún me hace
sonreír y me trae buenos recuerdos.
La mejor herencia de la época soviética fue poder disponer de
educación gratuita. Para los ciudadanos soviéticos, este enfoque del
socialismo basado en la igualdad se tradujo en enormes oportunidades
para aprender, estudiar y explorar.
Teníamos un sistema educativo muy bueno, una red de instalaciones
extraescolares bien desarrollada y un gran apoyo del gobierno para
desarrollar las habilidades deportivas. Recuerdo con mucho cariño cómo
solíamos ir cada año al campamento de los pioneros; primero como
estudiantes y después como líderes. Siempre era una gran experiencia. En
primer lugar, la mayoría de las veces el campamento se ubicaba fuera de
la ciudad, en las profundidades de un bosque siberiano con aire libre,
un hermoso paisaje y sin el ruido de la ciudad.
Toda la ideología del comunismo prestaba mucha atención a la
disciplina. Cada día en el campo teníamos un horario de tipo militar:
levantarse a las 7, hacer los ejercicios colectivos matutinos, desayunar
juntos y, a continuación, manualidades, música o danza, y el día
seguía.
Mi momento favorito era por la noche, cuando nos sentábamos junto a
la hoguera, cantando con la guitarra, o cuando hacíamos juegos en grupo.
Mi infancia soviética estuvo llena de los hermosos recuerdos de
aquellos tiempos, llena de normas y disciplina, un entrenamiento para
trabajar duro. Nos enseñaron a superar las dificultades y a aceptar a la
gente no por sus ingresos o su estatus, sino por la calidez de su
corazón y su personalidad.
Por Elena Revínskaia