La Red de Blogs Comunistas (RBC)
ha traducido un texto escrito por Lavrentiy Gurdzhiyev sobre la
historia de las protestas políticas en la Unión Soviética, en concreto
acerca de los disturbios de los trabajadores del Caúcaso a favor de
Stalin después del XX Congreso del PCUS, cuyas mentiras sirvieron de
cortina de humo para dar paso a las reformas antisocialistas que los
jruschevitas fueron aprobando y que, aunque pasaron inadvertidas para
muchas personas debido a la traicionera retórica marxista-leninista que
ocultaba la degeneración procapitalista del país, si que provocó
indignación en algunos sectores del Partido y entre la población
adquirió a veces tintes de estallido.
El siguiente texto describe los acontecimientos en la capital de Georgia, Tbilis, en 1956 y en 1989, y los de Sumgaít, en Azerbaiyan, en 1963 y 1988, comparando las razones y objetivos que marcaron los disturbios en ambas fechas: en 1956 y 1953 la juventud y
los trabajadores, imbuídos en el espíritu del estalinismo, lanzaban,
entre otras, la siguiente consigna: “¡La patria socialista está en
peligro!”; en 1988 y 1989,
inflamados por la atmósfera enfebrecida de la Perestroika, gritaban:
“¡Abajo el socialismo, abajo la Unión Soviética, abajo los
comunistas!”.
El
autor nos recuerda que fueron los que provocaron las protestas de
finales de los cincuenta y principios de los sesenta del siglo XX,
ahogándolas en sangre, los mismos que aplicaron políticas
antisocialistas que fueron haciendo regresar a la URSS hacia el
capitalismo y se alegraron, finalmente, de las protestas de finales de
los ochenta, en el marco de la destrucción final del socialismo y el
reparto del poder y la riqueza entre una minoría ya abiertamente
burguesa.
Jovenes y trabajadores en defensa de Stalin, 4 de marzo de 1956 (Tbilisi, Georgia) |
¡POR LA PATRIA! ¡POR STALIN!
DE LA HISTORIA DE LAS PROTESTAS
POLÍTICAS EN LA URSS, por Lavrentiy Gurdzhiyev
Traducido el 8 de abril de 2017 al inglés por Polina Brik, del American Party of Labor
Traducido al castellano de la versión inglesa por la Red de Blogs Comunistas (RBC)
En la actualidad, la mayoría de los comunistas soviéticos y extranjeros, y la
izquierda en general, han llegado a la conclusión de que, desde mediados de la
década de los 50, la línea revisionista y oportunista triunfó en la Unión
Soviética y en el resto del campo socialista. A partir del XX Congreso del
PCUS cabe distinguir en la historia de la URSS entre los periodos genuinamente
soviéticos y los veladamente antisoviéticos. El carácter abiertamente antisoviético
y anticomunista de la llamada Perestroika era ya manifiesto. La base
ideológica y práctica de los revisionistas y oportunistas durante todos esos
años fue un sucedáneo siniestro y camuflado del anticomunismo: el antiestalinismo,
a veces declarado, otras encubierto, pero siempre inalterable.
La actuación de fuerzas contrarrevolucionarias,
en ocasiones declaradas, solapadas otras, dentro de la Unión Soviética y del
movimiento comunista mundial, ha sido ampliamente investigada por
historiadores, economistas y periodistas de diferentes países, y es bastante
conocida del público progresista. Lo que se ha estudiado mucho menos son los
testimonios de resistencia popular e interna del Partido ante la oleada contrarrevolucionaria
de Jruschev.
Durante mucho tiempo existió la
opinión de que los miembros del Partido apoyaron unánimemente las decisiones
del XX Congreso del PCUS y de los congresos posteriores. No fue así. Los
disidentes eran minoría, pero una minoría considerable. En algunas organizaciones
de base del Partido llegaron a representar hasta el 40% de sus miembros. El
antiestalinismo no contaba con un apoyo absoluto ni siquiera en las estructuras
más subordinadas y disciplinadas, es decir, en las organizaciones del Partido en
el ejército. En honor a la verdad, conviene recalcar que la esencia de las
reformas antisocialistas que los jruschevitas fueron aprobando, pasó inadvertida
para muchas personas debido a la traicionera retórica marxista-leninista que
ocultaba la degeneración procapitalista del país. Aun así, la indignación
en el Partido y entre la población adquirió a veces tintes de estallido.
Mitin de Stalin en Baku |
Una de las protestas masivas menos conocidas fueron los
sucesos acaecidos hace medio siglo en apoyo del estalinismo en la ciudad azerí
de Sumgaít. Antes de pasar a describirlos, me gustaría plantear una
cuestión importante.
Los mentirosos profesionales ligan
la idea de “represión ilegal” en la URSS sólo al nombre de Stalin, mientras que
a Jruschev se le otorga el mérito de la rehabilitación de quienes resultaron
injustamente afectados por aquélla. ¡Qué absurdo! En la década de los 30,
cuando Jruschev dirigió durante cinco años las organizaciones del Partido en la
región de Moscú y en la capital, desencadenó una ola de terror contra los
comunistas y contra no militantes, cuyas víctimas, según los cálculos más prudentes,
fueron más de 50.000 personas. Stalin se apresuró a calmar al esforzado
Jruschev y en 1938 lo envió a Ucrania.
Allí, como primer secretario
del Comité Central del Partido Comunista de la República, Jruschev, de nuevo, se
erigió en el campeón en términos de represión. Se ha conservado un
telegrama suyo dirigido a Stalin que pone de manifiesto su carácter sanguinario. En
él, Jruschev, si no como psicópata, como auténtico sociópata, se queja
amargamente de que Moscú, tras un exhaustivo control, aprobará sólo 2 o 3 mil
de entre las 17 a
18 mil sentencias mensuales pronunciadas por las autoridades ucranianas.
Una vez más, ¿quién enfriaba el
celo patológico de este “humanista” con las manos manchadas de sangre hasta los
codos? Stalin. ¿Quién rehabilitó por primera vez a las víctimas del
despotismo y bajo la dirección de quién, a finales de los años treinta, se
produjo la primera rehabilitación a gran escala? Stalin. Del millón
doscientos mil prisioneros que había en un país con 180 millones de habitantes,
350.000 inculpados en causas políticas y penales fueron puestos en
libertad. Su inocencia quedó demostrada a diferencia del número considerable
de criminales a quienes se rehabilitó indiscriminadamente en los años de Jruschev
y de Gorbachov.
La represión de la era de
Stalin fue, en realidad, inevitable y previsible lucha de clases bajo las
terribles condiciones creadas por el cerco imperialista. Estamos hablando
del sufrimiento y la muerte de una insignificante minoría que, por otro lado,
causó sufrimiento y muerte a la inmensa mayoría. Fue ése el fatal destino que
aguardaba a quienes llevaron la muerte al pueblo. La represión de Stalin se
dirigió exclusivamente contra los elementos antisoviéticos y anticomunistas que
luchaban contra el socialismo, a menudo con las armas en la mano. En
ocasiones, hubo inocentes que sufrieron por culpa de dichos elementos debido a
errores judiciales y de investigación. A veces, el número de personas
inocentes afectadas aumentaba súbita y dramáticamente a causa de intrigas urdidas
por enemigos del pueblo aún sin desenmascarar. Lo más importante e
indudable es que la represión, en general, fue de gran ayuda para el desarrollo
progresivo del país y para toda la humanidad anticapitalista.
La propaganda burguesa y
pseudoizquierdista calla sobre la represión de los verdugos de Jruschev. Y
calla sobre la represión y el acoso de Jruschev contra dirigentes y militantes
porque su orientación ideológica era inaceptable para los oportunistas y sus fieles
lacayos que se alzaron con el poder. En los años 50, Jruschev expulsó de
la máxima dirección del Partido al 70% de los miembros del Comité Central de la
época de Stalin. Posteriormente, desconfiado y vengativo, modificó la
composición del Comité Central en otro 50%. Alteró varias veces la
composición de los Comités Centrales de los Partidos Comunistas de las repúblicas,
así como la de los comités de las organizaciones regionales, de ciudad y de
distrito, en semejante proporción. Fue de ese modo como se impuso la
venganza, la persecución de los cuadros, la formación de una corte de delatores
y un culto primitivo a una personalidad primitiva.
La fabricación de casos penales
y políticos y la difamación en la prensa, las ejecuciones públicas ejemplarizantes
de personas honestas y los asesinatos secretos son atributos inequívocos de la
represión durante el periodo de Jruschev. Por el mero hecho de chismorrear,
se llegó a condenar a ciudadanos corrientes a severísimas penas de cárcel, algo
que jamás sucedió con Stalin o que únicamente se castigó por vía
administrativa. Los habitantes de Tbilisi, Temirtau, Biysk, Novocherkassk
y de otra docena de ciudades del país recibieron balas en respuesta a
manifestaciones, reuniones y marchas de protesta contra la política cada vez
más antipopular de tiempos de Jruschev.
Pero lo más importante es esto: la represión postestalinista
se caracterizó por su tibieza con los antisoviéticos y los
anticomunistas. Por el contrario, la represión fue ¡consciente e instintivamente! dura
con los estalinistas, que incluso entonces representaban, y siguen representando,
un ejemplo sin par de devoción al poder soviético y a los ideales
comunistas. A diferencia de los disidentes burgueses, los estalinistas
reprimidos no se dedicaron a lloriquear, no recabaron ayuda del extranjero, no
escribieron libelos contra nuestra realidad, ni memorias contra la sarta de
calumnias que se vertió sobre ellos, ni sobre las torturas que les infligieron
los esbirros de Jruschev, ni sobre su destino personal truncado. Y ello, por no
arrojar la menor sombra de duda sobre nuestro Estado, aquel Estado que había
dejado de existir pero al que, como bolcheviques, como leninistas-estalinistas,
permanecieron fieles por siempre.
Aquellos hombres pasan hoy el
testigo de esta fidelidad a la cada vez más numerosa generación postsoviética.
Después de todo, en esta generación –para alarma e incluso pánico de la
burguesía nacional– se está desarrollando un interés creciente por el modo de
vida en la era de Stalin, que los jóvenes, en su mayoría, valoran positivamente.
Quiero reseñar que los órganos
de la seguridad del Estado de la URSS estaban perfectamente capacitados para poner
coto al trabajo subversivo de los disidentes procapitalistas y a sus estrechos
vínculos con Occidente. Pero, muy al contrario de lo que proclaman ciertos
mitos ampliamente extendidos, cuando actuaron, lo hicieron con comedimiento y,
en ocasiones, hasta con reticencias. Ello se debió a que, paulatinamente,
tras la época de Stalin, la seguridad del Estado pasó de ser un instrumento digno
de confianza y justo de la dictadura de proletariado a convertirse en una
maquinaria herrumbrosa del politiqueo pequeñoburgués. Como resultado de
todo ello, en lugar de enviar a los disidentes a incómodos campos de trabajo, se
les expulsaba a países tan acogedores como los Estados Unidos y Europa, donde
se utilizaba todo su antisovietismo para causarnos incluso más daño que cuando
estaban en el país. En ese sentido, no existe prueba alguna de que a los
estalinistas detenidos por acciones ilegales, aunque de distinto contenido, se
les castigara de esa manera. A los estalinistas se les encarcelaba, pero jamás
se envió a ninguno a la República Popular China o a la República Popular de
Albania, es decir, a los Estados que condenaron activamente la criminal desestalinización.
Las mentiras
de Jruschev sobre Stalin provocaron en 1956 los primeros grandes disturbios
contra el gobierno, que afectaron a casi toda Georgia y, en especial, a la
capital de la república, Tbilisi. Veteranos de guerra, responsables
económicos, reconocidas figuras del mundo de la cultura, comunistas, miembros
del Komsomol, ciudadanos sin afiliación política, trabajadores, ingenieros,
maestros, hombres, mujeres y niños, se echaron a la calle. Muchos se
colgaron sus órdenes y condecoraciones. Sin motivo, se les acusó de estar
movidos por sentimientos nacionalistas.
Pero entonces, la juventud
georgiana, educada en el espíritu del estalinismo, lanzó, entre otras, la
siguiente consigna: “¡La patria socialista está en peligro!” Sin la menor
vacilación, los revisionistas abrieron fuego contra los manifestantes de
Tbilisi. Posteriormente, les acusaron de actividades
contrarrevolucionarias y trataron de descubrir, sin éxito, pruebas de una
supuesta participación extranjera.
En 1989, en la propia ciudad de
Tbilisi, los jóvenes, inflamados por la atmósfera enfebrecida de la
Perestroika, gritaban: “¡Abajo el socialismo, abajo la Unión Soviética, abajo
los comunistas!” Tras esperar pacientemente, las fuerzas de seguridad los
dispersaron, pero nadie disparó contra ellos. El poder de Gorbachov ni siquiera
pretendió acusarlos de contrarrevolucionarios, si bien su carácter contrarrevolucionario
era más que patente. Asimismo, la impronta de los servicios de inteligencia
extranjeros fue tan ostensible, que no hubo necesidad ni de investigar su
presunta participación en los hechos. Éstos fueron los frutos de la
educación en el espíritu del antiestalinismo.
El escenario y el guion formal fueron
los mismos: la capital de Georgia y la manifestación de protesta. ¡Pero
cuán sorprendentemente diferentes eran los manifestantes! En poco más de
treinta años no sólo habían cambiado las generaciones y las circunstancias,
sino también el blanco de la crítica de los actores sociales. Las
consecuencias de la desestalinización y el aburguesamiento del pueblo soviético
se hicieron palpables. Tbilisi-1956 es estalinismo. Tbilisi-1989 es antiestalinismo.
Otro par de acontecimientos similares ilustrativo: Sumgaít-1963 y Sumgaít-1988. Imaginemos
un centro industrial en la costa del mar Caspio con plantas químicas, fábricas
de tuberías y de aluminio, maquinaria y materiales de construcción avanzados,
una población de más de cien mil habitantes… ¿Qué pasó allí el 7 de noviembre
de 1963 durante la conmemoración de la Gran Revolución de Octubre?
Por aquellos días la bacanal de
los jruschevitas había alcanzado el paroxismo. En 1961, en el XXII
Congreso del PCUS, Jruschev había culminado finalmente su venganza contra el
mayor bolchevique después de Lenin: el cuerpo de Stalin fue retirado del
Mausoleo. Se demolieron los últimos monumentos consagrados al gran líder, se
rebautizaron las últimas ciudades, calles, granjas colectivas y granjas
estatales que aún llevaban su nombre. Para el espíritu soviético, tal paso
significaba, como mínimo, una violación inaceptable de las normas
éticas. La población, desorientada, no organizó protestas masivas pero la
indignación a nivel nacional era colosal.
Aún recuerdo cómo tras demoler un
monumento dedicado a Stalin en una ciudad de provincia, el lugar que ocupaba se
llenó de ramos de flores. Una multitud abatida los lanzaba por encima de
un nutrido cordón policial. Por entonces aún vivían algunos veteranos de la
Revolución a quienes todo el mundo conocía en dicha ciudad. “Hoy demuelen
monumentos a Stalin. Pero esto es sólo el principio. Mañana harán lo propio con
los monumentos a Lenin”. Yo, joven colegial, no creí esas palabras proféticas
de uno de aquellos veteranos, palabras que han permanecido indelebles en mi
memoria.
El descontento con el poder
durante los años posteriores a la muerte de Stalin alcanzó su punto álgido.
Millones de trabajadores despreciaban y odiaban a Jruschev, bajo cuyo gobierno
subieron los precios, bajaron los salarios, se cerraron iglesias y se
suprimieron los huertos unifamiliares. A su vez, la corrupción crecía entre los
burócratas y la delincuencia iba en aumento. Los ciudadanos con menos formación,
al margen incluso de cualquier actividad política, aquellos que no se
planteaban disquisiciones ideológicas y económicas, se daban cuenta de que la
URSS se había alejado de su camino y se dirigía hacia otro destino. Con un
cierto grado de ingenuidad, se formaron una imagen de la vida sin matices, en
blanco y negro, que se resumía en que Stalin era bueno y Jruschev era malo. Y
sí, tenían razón. Stalin era un símbolo de una vida mejor y representaba la
esperanza de disminución drástica de la injusticia social, tanto para un
estudiante ruso, como para un obrero azerí, un intelectual georgiano o un
campesino tayiko...
Molotov, Jruschev y Stalin, antes de la traición de los restauradores del capitalismo en la URSS |
No es de extrañar que el estalinismo fuese considerado por todos como los antípodas del jruschevismo. La lucha entre ambos fue a muerte y en ella los jruschevitas contaron, desafortunadamente, con todas las ventajas, con las ilimitadas posibilidades de maniobra administrativa y todo el poder represivo del Estado.
Muy pronto, este hecho dio
lugar a una forma muy concreta de crítica contra el régimen. En los talleres de
zapatería (Stalin fue zapatero en su juventud), en los parabrisas de los
coches, en las solapas de las chaquetas, por no mencionar en las casas particulares,
volvían a verse las imágenes de Stalin, aparentemente erradicadas ya de la
memoria popular. Sin embargo, en Sumgaít, ocurrió algo extraordinario en la
manifestación festiva de conmemoración de la Gran Revolución Socialista de
Octubre.
Antes de relatar lo
sucedido, recordaré un hecho significativo que se produjo en un ámbito inesperado,
la diplomacia.
El 15 de noviembre de 1963, el
embajador de la República de Cuba en la URSS, Carlos Olivares Sánchez, fue
recibido por el Comité Central del PCUS a petición suya. Esta vez no se trataba
de una cuestión de cooperación bilateral, sino de una queja sin precedentes del
embajador. Dijo a los camaradas soviéticos que unos días antes había ido a la
embajada el responsable de un grupo de cubanos que se encontraba trabajando en
la central térmica de Sumgaít. Esta persona informó al camarada Sánchez de que
todo el grupo había sido testigo de una serie de protestas antiestatales el 7
de noviembre. Los trabajadores cubanos se quedaron atónitos ante lo que vieron
y oyeron: retratos de Stalin y discursos contrarios a Jruschev. Asistieron al
asalto de la multitud a instituciones, tiendas, comisarías; vieron cómo fueron
apaleados los dirigentes del Partido y del Komsomol. El jefe de la policía de
Sumgaít fue supuestamente secuestrado y asesinado y, más tarde, se produjeron
enfrentamientos con las tropas regulares.
Uno de los cubanos también se
vio en una situación comprometida al ser atacado mientras fotografiaba la “extraña
manifestación”, según la definición del embajador. Sospechando algo, los
ciudadanos le acusaron de ser un informador, un traidor y, de acuerdo con el
embajador, “le amenazaron con enseñarle las leyes de la hospitalidad caucásica”.
Los estudiantes cubanos le pidieron el traslado a otra región de la URSS, “lejos del Cáucaso”. El embajador, sorprendido por los
detalles del incidente –que los cubanos calificaron de “disturbio estalinista”–,
estaba preocupado por la seguridad de sus compatriotas. Pero, según parece, lo estaba
aún más por el hecho de que no hubiera aparecido una sola palabra en los medios
de comunicación soviéticos sobre un incidente político de tal envergadura.
Es difícil determinar el grado
de veracidad de la información que el Comité Central del PCUS transmitió al
embajador. Sin embargo, lo que está fuera de toda duda es que el dirigente del Partido
de Azerbaiyán en ese momento, V. Akhundov, fue muy astuto al informar a Moscú
sobre los acontecimientos de Sumgaít. Tranquilizó a los dirigentes de la Unión asegurándoles
que había viajado en persona a Sumgaít y hablado con los alborotadores, que los
destrozos no pasaban de casos aislados de vandalismo y que la pandilla de
gamberros había permanecido en prisión 15 días. Supuestamente se había enterado
de que al trabajador cubano no le habían propinado una paliza por razones
políticas, sino por motivos banales: intentó ligar con la novia de un local y recibió
lo que se merecía. Los propios cubanos, presuntamente, habrían reconocido también
el comportamiento impropio de su desventurado camarada y habrían manifestado su
deseo de seguir en Sumgaít.
No dispongo de información
sobre si los cubanos se fueron o no finalmente de la ciudad azerí. Es
abundante, sin embargo, el material que contiene un análisis exhaustivo de muchos
aspectos de la era de Stalin y de la era posterior a Stalin. Sobre esa base, se
puede afirmar con seguridad que, durante la era de Stalin, era prácticamente
imposible distorsionar informes y mentir a las autoridades superiores. El
castigo por prácticas semejantes era duro e inevitable. No obstante, con la
llegada al poder de Jruschev, la mentira, el ocultamiento de la verdad y el
fraude se convirtieron en un estilo de conducta impune para los funcionarios
del Partido y del Estado, incluidas altas autoridades.
A lo anterior,
debemos agregar lo siguiente: en Georgia y Azerbaiyán, las ofensas contra los
sentimientos nacionales estaban relacionadas objetivamente con el estallido
social. Georgia no podía perdonar a Jruschev el asesinato político de Stalin y
el asesinato físico de uno de sus hombres más cercanos, Lavrenty Beria (a quien
se calumnió tanto como al propio Stalin). Ambos eran georgianos. Azerbaiyán vivió
una experiencia similar con el fusilamiento de Mir-Djafar Bagirov, aliado
igualmente fiel de Stalin, amigo de Beria y uno de los hijos más notables del
pueblo de Azerbaiyán en el pasado siglo.
Viejo bolchevique y chekista,
participante en la Revolución y la guerra civil, Bagirov fue primer secretario
del Comité Central del Partido Comunista de Azerbaiyán durante veinte años. Detenido
en 1956 y acusado de cargos urdidos por los jruschevitas, fue condenado a
muerte en una parodia de juicio. Con él, a un gran número de miembros del Partido
azerí, de funcionarios estatales y de los cuerpos de seguridad cuya única culpa
era, las más de las veces, haber sido nombrados por Bagirov, les cesaron de sus
cargos y les expulsaron del Partido. Sin embargo, Bagirov gozaba de una inmensa
popularidad entre los obreros y los campesinos. Después de su detención,
ciudades y pueblos enteros de la república escribieron cartas en su defensa al
Soviet Supremo de la URSS. Querido por el pueblo, Bagirov fue la
personificación de la oposición al régimen de Jruschev.
En una palabra, los disturbios más
violentos de los trabajadores se produjeron en el territorio del Cáucaso y terminaron
en forma de severa represión de las posiciones prosoviéticas, es decir, de las
masas y de los militantes proestalinistas, por parte de los jruschevitas. Casualmente,
durante su estancia en Pitsunda (Abjasia) en 1964, Jruschev fue detenido y, de
hecho, conducido por la fuerza a Moscú, donde el Pleno del Comité Central del
PCUS le cesó.
Mientras el Kremlin difamaba
a Stalin, los ciudadanos de Sumgaít mostraban su amor por él. En el curso de
una investigación posterior, el Fiscal de la República Socialista Soviética de
Azerbaiyán, S. Akperov, informó al Fiscal General de la URSS, R. Rudenko, de lo
siguiente: en la ciudad de Sumgaít no era la primera vez que se mostraban
retratos de Stalin durante una manifestación. Tales casos ya habían sucedido en
las manifestaciones del 1 de mayo de 1962 y 1963 y en las conmemoraciones de octubre
de 1962. Los manifestantes solían llevar pequeños retratos de Stalin o tarjetas
postales con las que nadie se metía; sin embargo, esta vez alguien había
llevado una pancarta gigante a la plaza.
Jules Perahim, El camino hacia la paz (representación del significado de Stalin para los trabajadores y los pueblos de la URSS y del mundo) |
Hay que recordar que el jruschevismo, con su feroz antiestalinismo, imperaba en el país, y que los dirigentes de Moscú podían considerar las muestras de indulgencia para con los desafíos con tintes de sedición –la oposición a la postura oficial sobre Stalin– como un delito. Las autoridades locales, temerosas de ser acusadas de indulgencia con los estalinistas, lo cual fácilmente podía suponer el final de sus carreras, la expulsión del Partido o algo peor, decidieron acabar con “esta errónea tradición popular”, como solían decir.
En otras palabras, no podían tolerar
ningún tipo de agitación. El gobierno de la ciudad decidió combatir el amor del
pueblo por Stalin de manera expeditiva. Se dio la orden a los oficiales de
policía, a los druzhinniki
(activistas públicos que les ayudaban) y a los funcionarios encargados del paso
de las columnas de manifestantes, de que retiraran cualquier retrato de Stalin
que pudiera aparecer.
A las 10 de la
mañana, se pusieron en marcha las columnas de obreros por la plaza central de
la ciudad. Tocaba la orquesta. Los oradores lanzaban consignas y brindis en
honor del PCUS y de su dirigente, el “fiel leninista” Nikita Jruschev. El “fiel leninista”, satisfecho de sí mismo, miraba a los manifestantes desde
su enorme retrato que colgaba de la fachada del Palacio de la Cultura, situado
en la plaza. Nada rompía el orden solemne cuando, de repente, todo se fue al
traste. Para horror de los dirigentes que estaban en el podio y júbilo de los
ciudadanos corrientes que asistían al desfile, un retrato de Stalin comenzó a
ondear sobre las columnas de manifestantes.
A las 11:30 de la mañana,
comenzaron los disturbios en la plaza. Según los informes de la fiscalía azerí,
la causa no fue ni siquiera la aparición del mencionado retrato, sino el hecho
de que uno de los manifestantes llevara un alfiler con el rostro de Stalin. Un probo
funcionario del Partido trató de quitárselo. Peor aún. El druzhinniki esposó al “estalinista” y lo arrastró hasta el coche de la policía. Los manifestantes,
lejos de asustarse, defendieron a su camarada. En cuestión de segundos,
dispersaron a los druzhinniki, apalearon
al zafio funcionario y apedrearon el coche de la policía.
Aquel enfrentamiento causó una gran impresión en la
columna de trabajadores de la fábrica de tuberías. Envalentonados, los obreros se detuvieron, dieron media vuelta y se
dirigieron hacia la tribuna. Como las intenciones de la columna no auguraban nada
bueno para las autoridades de la ciudad que se encontraban en el palco, pusieron
éstas pies en polvorosa. Más tarde, a modo de justificación, dichas autoridades
se quejaron y aseguraron a varias comisiones de encuesta que habían entablado,
supuestamente, un diálogo pacífico con los manifestantes que aplacó su
comportamiento.
Para espanto de los
funcionarios del Partido, en lugar de las consignas habituales, por los
altavoces se hacían llamamientos a favor de la dimisión de Jruschev y del
Politburó, y se exigía el abastecimiento de alimentos para la población. (Debido
a las reformas de mercado iniciadas por los jruschevitas, absolutamente contrarias
a la economía socialista, la distribución se encontraba en un estado deplorable
no sólo en Azerbaiyán, sino en todo el país). Entre los silbidos y burlas de
las columnas de trabajadores que iban llegando, se oyeron insultos descarnados
contra Jruschev. Por el contrario, por los altavoces tronaban los vivas exultantes
a Stalin.
En uno de los coches adornados
para la fiesta que pasaba por la plaza, según se informó posteriormente en un
mensaje reservado al Comité Central del PCUS, “apareció de repente un joven, cuya identidad aún no se ha
determinado, que empezó a agitar una fotografía de Stalin. Un grupo de druzhinniki trató de llamar al orden al infractor.
Como respuesta, un grupo de unas 100 personas arremetió contra los druzhinniki y se produjo una pelea”.
De hecho, la muchedumbre constaba
al principio de cientos de personas, a las que se fueron sumando miles, que
resistieron ferozmente a las fuerzas del orden. Pronto, los manifestantes, con
un apoyo cada vez mayor de los vecinos de la ciudad, pasaron a la ofensiva
total y la policía tuvo que retirarse. Arrancaron el enorme retrato de Jruschev
que colgaba en el Palacio de la Cultura y lo hicieron jirones. Con estruendoso
alborozo de las masas, también derribaron los retratos de los dirigentes del
PCUS de las gradas.
Después, los trabajadores
llevaron a la tribuna a un miembro de la policía de la ciudad a quien habían
tomado como rehén. Lo inmovilizaron, lo metieron en un autobús y lo llevaron a
la comisaría con la intención, muy probablemente, de negociar el destino de
varios “rebeldes” a quienes la policía había logrado detener al
principio. Al mismo tiempo, los manifestantes que se habían subido al techo del
autobús llamaban a gritos a levantarse contra el régimen de Jruschev.
Simultáneamente, el sonido de
los cristales rotos de las comisarías resonaba por todas partes. Los policías,
que hasta ese momento no habían hecho uso de sus armas de fuego, empleando tan
sólo las porras, optaron por encerrarse y atrincherarse, por lo que el ayuntamiento
quedó indefenso. Muebles, archivos e incluso algunos miembros del consistorio salieron
volando por las ventanas del edificio tomado por los manifestantes.
A su vez, los ciudadanos se
concentraron a las puertas de la comisaría central de Sumgaít donde comenzaron
a levantar el pavimento y a lanzar adoquines contra las ventanas y los guardias.
Doblegaron la resistencia de los policías que les disparaban y penetraron en
las dependencias policiales y en las celdas donde se encontraban los detenidos.
Dos coches patrulla que había en el patio resultaron dañados y todas las motos
quemadas.
Más tarde, la policía afirmó
haber disparado al aire. Sin embargo, en los alrededores del edificio, resultó
herido de bala un muchacho de 12 años que, según la versión oficial, fue la
única víctima del ataque contra la comisaría central de Sumgaít. No obstante,
según testigos presenciales, el número de heridos de bala en dichos sucesos
ascendió a 20 o 30 personas. Se cree que las autoridades ocultaron la muerte de
dos asaltantes. Además, se informó oficialmente de que un miembro de las
fuerzas del Ministerio de Interior había resultado muerto en los incidentes y
otro herido por arma de fuego.
A pesar de que Sumgaít se
encuentra a tan sólo 30
kilómetros de Bakú, capital de Azerbaiyán, la llegada de
refuerzos para apoyar a la policía local se demoró mucho. Sólo a la caída de la
tarde llegaron unidades armadas de las fuerzas del Ministerio de Interior para
reprimir la revuelta. Hasta altas horas de la noche se sucedieron las redadas y
las detenciones, pero era imposible arrestar a toda la ciudad.
Jruschev estaba
furioso. ¡El pueblo se había levantado contra su propia persona! En todo ello
Jruschev vio las intrigas de estalinistas organizados que buscaban su desquite
político.
Desgraciadamente, no hubo
resistencia organizada frente a la deriva oportunista. Es cierto que un año más
tarde se produjo la destitución de Jruschev, planificada, sin duda, al detalle,
pero no por los estalinistas, sino por los capitostes de la misma línea
oportunista y revisionista. Antes de saltar en el tiempo desde 1963, me referiré
a tales sucesos brevemente.
El régimen de Jruschev resultó
ser el colmo de la zafiedad y de la incompetencia de los titiriteros que
actuaban entre bambalinas. Si el culto a la personalidad de Stalin era de una solemne
majestuosidad, el autobombo que cultivaba Jruschev era pomposo hasta lo caricaturesco.
Mientras las cosas no dejaban de empeorar en el país, Jruschev se pasaba el
tiempo viajando por el extranjero. Acompañado de un séquito imponente,
despilfarrando el dinero del pueblo, visitó 36 países de todos los continentes
excepto Australia. Visitó muchos países varias veces. Hasta sus aduladores más
incondicionales estaban hartos de los caprichos, las excentricidades y los impredecibles
bandazos del zarandillo Jruschev.
El sector favorable a Jruschev
en el seno del movimiento comunista mundial también degeneró y se descompuso:
el XX Congreso del PCUS no sólo desunió y escindió, sino que, literalmente, desgarró
y despedazó el movimiento comunista internacional. Los jruschevitas
extranjeros, incluidos quienes, en apariencia, actuaban guiados por las buenas
intenciones, despreciaron los mandatos no sólo de Stalin, sino también de Lenin
y Marx, en relación con la más estricta de las obligaciones: preservar la
unidad de los comunistas como la niña de sus ojos.
Desafortunadamente, Jruschev,
al ser destituido en 1964, no fue juzgado por sus crímenes, sino tan sólo
expulsado y sustituido por Breznev. La nueva dirección del país consiguió
ralentizar el proceso catastrófico de desintegración, pero no prohibió el
antiestalinismo sino que lo camufló bajo la calificación de fenómeno
antipopular. Por lo demás, el desmantelamiento de los cimientos comunistas por
medio de la desestalinización de la economía y la política no se detuvo. La
paradójica formación soviético-antisoviética de los cuadros se reflejó
involuntariamente en la mentalidad de los comunistas extranjeros y de los
amigos de la URSS. Fuera de nuestro país, el proceso de desestalinización “estalló” precisamente en la época de Breznev.
Los responsables de la destrucción del socialismo en la URSS |
Según las autoridades azeríes,
no había pasado nada extraordinario: tan sólo una algarada. Según la versión de
los investigadores de Moscú, se trató de un levantamiento por motivos
económicos y políticos con tintes, incluso, de insurrección premeditada. En su
informe, se mencionaban “nimiedades” como el estado de ánimo o las conversaciones de los
manifestantes que iban en las columnas, señalando que nadie sonreía ni daba
muestras de estar de fiesta. Discutían de la carestía de los precios, la escasez
de productos alimenticios y la corrupción en las estructuras del poder. Y, ni
que decir tiene, se acordaban de Stalin...
Como la manifestación fue
espontánea, no resultó posible descubrir a los “organizadores” de los disturbios. Seis personas fueron condenadas a
varios años de prisión como “instigadores”. Además, se les procesó por motivos penales y no políticos.
De ese modo, se evitaba castigar a la dirección local del Partido, algo que
inevitablemente habría dado amplia publicidad al mensaje proestalinista de los
trabajadores, que, a su vez, podría haberse traducido en una oleada de
descontento y de huelgas políticas por todas la Unión Soviética. Los
jruschevitas debieron de considerar que la mejor manera de salir del paso era
echar tierra sobre los sucesos de Sumgaít.
Quizá merezca la
pena mencionar los nombres de algunos de los participantes en aquellos
acontecimientos –todos ellos personas corrientes–, según la documentación que
nos ha llegado. M. Alimirzoyev y Y. Makhmudov fueron los dos jóvenes obreros
que arrancaron los retratos de los miembros del Politburó; el obrero N.
Shevchenko zarandeó a un policía; otro obrero, A. Mahmudov, fue quien gritó por
megafonía “¡Por la patria! ¡Por Stalin!” y quien llamó a
derrocar al gobierno. A lo que azeríes, armenios, rusos, lezguinos, tártaros,
ucranianos, ávaros, moldavos y miembros de otras nacionalidades que vivían y
trabajaban en Sumgaít respondieron con clamorosos hurras.
El nombre de A. Kerimov, de
triste recuerdo, figura en los archivos como el del rudo funcionario del
Partido que le arrancó el alfiler con la efigie de Stalin a un manifestante.
Hasta se conocen los nombres del muchacho herido en las proximidades de la
comisaría central –A. Aivazov– y del estudiante cubano a quien golpearon –D.
Grant.
Este último, como es evidente,
no recibió una paliza por el fantástico motivo de haber tratado de ligar con la
novia de un local. Que un extranjero se pusiera a hacer fotos a una multitud
airada no era en modo alguno tranquilizador. Pero, ¿qué cabía esperar de los
cubanos? Inocentes como eran, los cubanos, por decirlo de manera suave, no
comprendieron absolutamente nada del estalinismo y creyeron a pies juntillas la
propaganda jruschevita. A su vez, la Cuba revolucionaria procedió a menudo de
modo estalinista en la escena internacional y, en muchos ámbitos, también en el
plano interno los cubanos se comportaron como verdaderos comunistas, es decir,
estalinistas. El hecho de que Fidel Castro no fuera consciente de ello y de que,
más intuitiva que científicamente, actuara a la manera estalinista, no
empequeñece sus extraordinarios méritos. Bajo su dirección, una pequeña nación
insular se mantuvo firme frente a la monstruosa agresión del imperialismo, ante
las narices mismas de un país de trescientos millones de personas que era el
poderoso, pero inepto, enemigo del Estado soviético.
Muchos comunistas cubanos se
sienten incómodos por sus pasadas críticas a Stalin y guardan silencio sobre
esta página gris de su historia. Es más, hasta cierto punto, merecen el digno
título de estalinistas. Y si algunos cubanos aún no perciben esta circunstancia
correctamente, es, de nuevo, por su imperfecto conocimiento de la alta doctrina
filosófica de Marx, Engels, Lenin y Stalin.
Lo repito una vez más: el hecho
de que los obreros azeríes, llevados por la desesperación, convirtieran a
Stalin en el arma con que arrasar las instituciones, golpear a los funcionarios
y echarlos de la ciudad, no es sorprendente. Jruschev personificaba los
fracasos en el desarrollo del país y la injusticia; Stalin, los éxitos y la
preocupación por el pueblo. Por lo tanto, los trabajadores no se levantaron, en
realidad, contra el poder soviético, sino en su defensa. Lo defendían de
Jruschev, de la mentira, de la vuelta del país al camino capitalista. Sin
saberlo, querían salvarlo ya del futuro desastre que iba a acaecer bajo
Gorbachov.
Tampoco otras informaciones,
cuyos detalles duermen en archivos secretos, resultan, pues, sorprendentes. Los
obreros de Sumgaít iban a repetir el 1 de mayo de 1973, con ocasión del
vigésimo aniversario de la muerte del dirigente, actos similares en recuerdo de
Stalin. Sin embargo, esta vez el KGB estaba sobre aviso y adoptó medidas
preventivas para impedir los altercados. También intervinieron otros factores
en este caso. En particular, el consumismo cada vez mayor de sectores
considerables de la sociedad soviética, su despolitización y pérdida de
valores, en especial la conciencia de clase, de obreros y campesinos...
He aquí la trágica
continuación de la historia: la misma ciudad de Sumgaít, 27 a 29 de febrero de 1988.
¿La misma? ¡Oh, no! El
escenario es el mismo, pero las pasiones son ahora completamente diferentes. El
régimen de Gorbachov se ha impuesto en el país y los habitantes de la ciudad, cuyo
tono ya no lo marcan los obreros sino elementos del hampa, se enfrentan
efectivamente al poder soviético. Aparentemente, los disturbios adoptan la
forma de salvaje pogromo antiarmenio. Los armenios eran el segundo grupo
nacional más numeroso de Azerbaiyán. Antes de la Revolución de Octubre, las
hostilidades y choques entre azeríes y armenios eran constantes. La política
nacional leninista-estalinista, juiciosa y estrictamente científica, acabó con
ellos, así como con otros antagonismos. La incompetencia política de Jruschev y
Breznev reavivó el conflicto, lo que aprovechó Gorbachov para sus planes de
destrucción.
El balance del pogromo de 1988
en Sumgaít fue, oficialmente, de docenas de personas muertas. En realidad
fueron centenares. Antes de dichos acontecimientos, la Administración no pudo –léase
no quiso– proteger a los azeríes del estallido de sentimientos chovinistas en
tierras armenias. Cuando el chovinismo revanchista se trasladó a tierras de
Azerbaiyán, tampoco pudo proteger allí a los armenios.
Es más correcto afirmar, sin
embargo –y hay muchas pruebas en ese sentido–, que Gorbachov y su banda
provocaron deliberadamente la matanza entre azeríes y armenios e
imposibilitaron la adopción de medidas para ponerle coto. A las fuerzas que,
con enorme retraso, se enviaron a Sumgaít, se les había prohibido el uso de
armas de fuego contra los sublevados. Resultó de pronto que en una ciudad
otrora famosa por su internacionalismo, la población era totalmente vulnerable
a los virus del antisovietismo y el antisocialismo. Decenios de antiestalinismo
habían corrompido al pueblo.
Las manifestaciones de
intolerancia étnica eran infrecuentes en el vasto espacio multinacional de la
URSS estalinista. La dictadura del proletariado sabía cómo lidiar con los males
sociales, nacionales, etc. En los 50, no obstante, los revisionistas del
Kremlin liquidaron en los niveles legislativo y ejecutivo la dictadura del
proletariado, que era el corazón mismo del Estado socialista.
La época de Stalin
llegaba a su fin y con ella la posibilidad de un nuevo mundo: comenzaba el
retroceso, una vuelta atrás dialéctica y prolongada. En el interior de la Unión
Soviética, no sólo hubo acciones e inacciones destructivas y sin sentido, sino
también saltos adelante en términos de desarrollo, actos extraordinarios de
creación acelerada, renacimientos puntuales de la cultura, la ciencia y la
tecnología. En el exterior, se produjeron éxitos diversos en la extensión de la
influencia comunista en el mundo. Sin embargo, debido a la decadencia general
provocada por la desestalinización, esos saltos se hicieron cada vez menos
frecuentes y enérgicos, al tiempo que los fracasos se volvieron cada vez más
habituales.
Había pasado un cuarto de siglo
entre la primera rebelión de Sumgaít y la segunda. Aquella buena vida despreocupada
bajo el antiestalinismo crujió, mientras algunos ponían todo su empeño en
sembrar un chovinismo putrefacto. Fueron éstos quienes se alegraron y se
beneficiaron del hundimiento de la URSS. El humanismo del Estado
postestalinista desapareció y retornó la barbarie. El pueblo soviético recogió
en todos los rincones de su patria y de diferentes maneras los frutos del
antiestalinismo. Aún seguimos recogiendo hoy en día los frutos del naufragio
del poder soviético. Se puede decir aún más. Fue el vector antiestalinista de
desarrollo el que hundió la Unión Soviética, estimulando la agresión
indisimulada de Occidente contra los países y naciones que no se someten a sus
planes y provocando millones de víctimas. La agresión se extiende y se agrava.
Ésos son, efectivamente, los frutos que está recogiendo todo el planeta.
Lavrentiy
Gurdzhiyev
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