El siguiente texto fue escrito por Lenin para la revista “Zarya”, en 1901.
El 23 de enero, en Nizhni Nóvgorod, en una audiencia especial del tribunal de Moscú, con participación de representantes de los estamentos,
se juzgó el caso del asesinato del campesino Timoféi Vasílievich
Vózdujov, quien había sido conducido a la comisaría de policía “para que
se le pase la borrachera”, y allí fue golpeado por cuatro agentes de
policía: Shelemétiev, Shulpín, Shibáev y Oljovin y el inspector interino
de la comisaría Panov a tal punto, que al día siguiente moría en un
hospital.
Este es el relato sucinto de un hecho simple, que proyecta viva luz
sobre lo que ocurre continua y habitualmente en nuestras comisarías de
policía.
Según las brevísimas informaciones de los diarios, el incidente se
desarrolló así: el 20 de abril, Vózdujov llegó en un coche de punto a la
casa del gobernador. Salió el conserje de la casa del gobernador; ese
conserje declaró en el tribunal que Vózdujov no llevaba gorra, que había
bebido, pero no estaba borracho, y que se quejaba de la oficina de un
embarcadero donde se negaron a venderle el pasaje para una travesía (?).
El conserje ordenó al agente de facción Shelemétiev que llevase a
Vózdujov a la comisaría de policía. Vózdujov estaba tan poco bebido que
conversó tranquilamente con Shelemétiev y, al llegar a la comisaría, dio
con toda claridad su nombre y condición al inspector Panov. A pesar de
eso, Shelemétiev –sin duda con conocimiento de Panov, quien acababa de
interrogar a Vózdujov– “empujó” a éste no al calabozo donde había varios
borrachos, sino “al local de guardia”, situado al lado. Al empujarlo,
enganchó su sable en la manija de la puerta, se hirió ligeramente la
mano y se imaginó que era Vózdujov quien retenía su sable; se arrojó
entonces sobre él y comenzó a golpearlo, gritando que le había cortado
la mano. Lo golpeó con toda su fuerza en la cara, en el pecho, en los
costados; lo golpeó de tal manera, que Vózdujov cayó de espaldas, dando
con la cabeza contra el suelo, mientras pedía clemencia. “¿Por qué me
golpean? –decía, según declaró un testigo que se encontraba en el
calabozo (Semajin)–. No soy culpable. ¡Perdónenme, por amor de Dios!”
Según la declaración del mismo testigo, Vózdujov no estaba borracho; más
bien parecía estarlo Shelemétiev. El hecho de que Shelemétiev le estaba
dando una “lección” (¡es la expresión que recoge el acta de la
acusación!) a Vózdujov, llegó a oídos de los compañeros de aquél,
Shulpín y Shibáev, que bebían en la comisaría desde el primer día de
Pascua (el 20 de abril era martes, tercer día de Pascua). Estos se
presentaron en el local de guardia junto con Oljovin, quien venía de
otra comisaría, y agredieron a Vózdujov a puñetazos y puntapiés. Luego
apareció también el inspector Panov y golpeó a su vez a Vózdujov en la
cabeza con un libro y con los puños. “Lo golpearon tanto, tanto –dice
una mujer que estaba detenida– que a mí se me revolvía el estómago de
espanto.” Cuando la “lección” hubo terminado, el inspector ordenó con
toda tranquilidad a Shibáev que limpiara la sangre de la cara del
castigado –¡así estará más presentable, si acaso llegasen a verlo las
autoridades!–, y que lo arrojaran al calabozo. “¡Hermanitos! –les dijo
Vózdujov a los otros detenidos–, ¿ven cómo golpea la policía? ¡Sean mis
testigos, los demandaré!” Pero no pudo demandarlos: al día siguiente por
la mañana lo encontraron inconsciente y lo enviaron al hospital, donde
murió ocho horas después, sin haber vuelto en sí. La autopsia reveló
diez costillas rotas, equimosis en todo el cuerpo y un derrame cerebral.
El tribunal condenó a Shelemétiev, Shulpín y Shibáev a cuatro años de trabajos forzados, y a Oljovin y Panov a un mes de arresto, reconociéndolos culpables únicamente de “conducta injuriosa”…
Comenzaremos nuestro examen por dicha sentencia. Los condenados a
trabajos forzados eran acusados en virtud de los artículos 346 y 1490,
2a parte, del Código Penal. El primero de estos artículos establece que
un funcionario que cause heridas o lesiones en ejercicio de sus
funciones merece la pena máxima “prevista para ese delito”. Y el
artículo 1490, 2a parte, establece para las torturas, cuando produzcan
la muerte, de 8 a 10 años de trabajos forzados. En lugar de aplicar la pena máxima, el tribunal de representantes de estamentos y jueces de la Corona redujo el castigo en dos grados
(sexto grado: de 8 a 10 años de trabajos forzados; séptimo grado, de 4 a
6 años), es decir, efectuó la máxima reducción permitida por la ley
para el caso de circunstancias atenuantes y, además, prescribió la pena mínima
del grado inferior. En una palabra, el tribunal hizo lo que pudo para
suavizar la pena de los inculpados; y aun más de lo que podía, ya que la
ley de “pena máxima” fue eludida. No queremos, por cierto, decir que la
“estricta justicia” exigía precisamente 10, y no 4 años de trabajos
forzados; lo importante aquí es que los asesinos hayan sido reconocidos
como tales y condenados a trabajos forzados. Pero es imposible dejar de
señalar la tendencia singularmente característica del tribunal formado
por jueces de la Corona y representantes de los estamentos: cuando
juzgan a funcionarios policiales, están predispuestos a demostrar la
mayor condescendencia; cuando juzgan los delitos contra la policía,
manifiestan, como es sabido, una severidad despiadada(1).
En cuanto al señor inspector… ¡Vamos, cómo no ser condescendiente con
él! Recibió a Vózdujov cuando lo trajeron, y, es evidente, dio la orden
de no llevarlo directamente al calabozo, sino primero –para darle una
lección– al local de guardia; participó en el brutal castigo con sus
puños y un libro (debía de ser el Código), después dispuso que se
hicieran desaparecer las huellas del delito (lavar la sangre), y la
noche del 20 de abril, cuando regresó el comisario Mujánov, informó que
“todo va bien (¡textual!) en la comisaría”. El no tiene nada que ver con
los asesinos, sólo es culpable de acto injurioso, de simple acto
injurioso, castigado con arresto. Es muy natural que este caballero, el
señor Panov, no culpable de asesinato, preste todavía servicio en la
policía con el grado de suboficial de la policía rural. El señor Panov
sólo trasladó su eficaz actividad organizadora de “lecciones” para la
gente común, de la ciudad al campo. Dígame en conciencia, lector, si el
inspector de policía Panov puede interpretar la sentencia del tribunal
de otra manera que como un consejo: en el futuro habrá que disimular
mejor las huellas del delito, dar “lecciones” de manera tal que no dejen
rastros. Ordenaste lavar la sangre del rostro de un moribundo: eso está
muy bien; pero dejaste morir a Vózdujov, y eso, hermanito, es una
negligencia. En el futuro debes ser más cuidadoso, y métete bien en la
cabeza el primero y último mandamiento del Derzhimorda(2) ruso: “¡Golpea
duro, pero no mates!”.
Desde el punto de vista humano, la sentencia del tribunal respecto de
Panov es una simple parodia de justicia; demuestra el deseo
verdaderamente servil de hacer recaer toda la responsabilidad sobre los
funcionarios subalternos de la policía y librar de culpa a su jefe
directo con cuyo conocimiento, asentimiento y participación se infligió
la brutal paliza. Desde el punto de vista jurídico, esta sentencia es un
modelo de la casuística de que son capaces los jueces burocráticos que,
personalmente, no están muy por encima del inspector de policía. La
palabra fue dada al hombre para ocultar sus pensamientos, dicen los
diplomáticos; la ley fue hecha para falsear el concepto de la culpa y de
la responsabilidad, pueden decir nuestros juristas. En efecto, ¡qué
sutil arte jurídico no se requerirá para convertir en simple acto
injurioso la participación en torturas! Un hombre que en la mañana del
20 de abril hizo caer, quizá, la gorra de la cabeza de Vózdujov, es
culpable del mismo delito –menos que delito, “infracción”– que Panov.
Por el simple hecho de haber tomado parte en una riña (no en una paliza a
un hombre indefenso), si en ella se causara la muerte de una persona,
corresponde un castigo más severo que el que se le aplicó al inspector
de policía. Los trapaceros del tribunal aprovecharon, en primer lugar,
el hecho de que por torturas en el ejercicio de un cargo la ley
establece diversas penalidades, dejando libre al juez el determinar, de
acuerdo con las circunstancias, si corresponden dos meses de prisión o
confinamiento perpetuo en Siberia. No trabar excesivamente la acción del
juez con limitaciones formales, dejarle cierta libertad de acción es,
desde luego, una regla muy razonable; por ella, más de una vez nuestros
profesores de derecho penal elogiaron la legislación rusa y destacaron
su liberalismo. Pero al elogiarla, olvidaban sólo el detalle de que para
aplicar disposiciones razonables se requieren jueces que no se limiten
al papel de meros funcionarios, se requiere que representantes de la
sociedad formen parte del tribunal y la opinión pública participe en el
examen de la causa. En segundo lugar, el fiscal sustituto acudió en este
caso en ayuda del juez al retirar la acusación de tortura y
crueldad contra Panov (y Oljovin), y pedir que se los castigara por
conducta injuriosa. El fiscal sustituto se remitió, por su parte, a las
conclusiones de los expertos quienes negaron que los golpes dados por
Panov constituyeran torturas especialmente graves y prolongadas. El
sofisma jurídico, como se ve, no se caracteriza por su complejidad: como
Panov pegó menos que los otros, se puede decir que sus golpes no fueron especialmente graves, y si no fueron especialmente graves, se puede
llegar a la conclusión de que no fueron “torturas y crueldades”; y si
no fueron torturas y crueldades, significa que fue un simple acto
injurioso. Todo se arregla a satisfacción de todos, y el señor Panov
queda en las filas de los guardianes del orden y la decencia…(3)
Nos hemos referido al problema de la participación de representantes
de la sociedad en el tribunal y al papel de la opinión pública. La causa
que hemos comentado ilustra perfectamente, en forma general, dicha
cuestión. Ante todo, ¿por qué el asunto lo examinó un tribunal
constituido por jueces de la Corona y representantes de los estamentos y
no un tribunal de jurados? Porque el Gobierno de Alejandro III, que ha
declarado una lucha despiadada contra todos los esfuerzos de la sociedad
por la libertad y la independencia, comprendió muy pronto que el
tribunal de jurados era peligroso. La prensa reaccionaria declaró que el
tribunal de jurados era un “tribunal de la calle”, y desató contra él
una campaña de acosamiento que, dicho sea de paso, continúa hasta ahora.
El Gobierno adoptó un programa reaccionario: después de haber vencido
el movimiento revolucionario de la década del 70, declaró impúdicamente a
los representantes de la sociedad que los consideraba como “de la
calle”, como al populacho, que no debía inmiscuirse en la legislación,
ni en la dirección del Estado, que debía ser expulsado de los santuarios
donde se administra justicia a los ciudadanos de Rusia, según el método
de los señores Panov. En 1887 se promulgó una ley según la cual los
asuntos relacionados con delitos cometidos por funcionarios y contra
funcionarios, son retirados de la competencia del tribunal de jurados y
confiados a un tribunal formado por jueces de la Corona y por
representantes de los estamentos. Como se sabe, esos representantes de
los estamentos incorporados en un mismo colegio con los jueces
burocráticos, son figurantes mudos que desempeñan el lamentable papel de
testigos dispuestos a firmar todas las decisiones que se dignen tomar
los funcionarios del Departamento de Justicia. Esta es una de las leyes
integrantes de un largo cortejo que se extiende a través de toda esta
última época reaccionaria de la historia rusa, y unidas entre sí por una
aspiración común: restablecer un “poder firme”. Bajo la presión de las
circunstancias el poder se había visto obligado, en la segunda mitad del
siglo XIX, a entrar en contacto con la “calle”, pero la composición de
esa calle cambiaba con una rapidez sorprendente, la gente ignorante era
reemplazada por ciudadanos que comenzaban a tener conciencia de sus
derechos y que eran capaces incluso de promover combatientes que
lucharan por los derechos. Al darse cuenta de ello, el Gobierno,
aterrorizado, dio un salto atrás y ahora hace esfuerzos convulsos para
rodearse de una muralla china, para encerrarse en una fortaleza
inaccesible a toda manifestación de iniciativa social… Pero me he
apartado un tanto de mi tema.
Así pues, gracias a una ley reaccionaria, la calle ha sido despojada
del derecho a juzgar a los representantes del poder. Los funcionarios
juzgan a los funcionarios. Esto no sólo se reflejó en la sentencia, sino
también en todo el carácter de la instrucción previa y del proceso
judicial. El tribunal de la calle es valioso precisamente porque trae
una corriente de aire fresco a esa atmósfera de formalismo oficinesco de
que están impregnadas hasta la médula nuestras instituciones
gubernamentales. A la calle no le interesa sólo e incluso no tanto saber
si una acción determinada será considerada como injuria, como acto de
violencia o como tortura, o qué pena se aplicará, sino también descubrir
hasta la raíz y poner de manifiesto públicamente todos los hilos
sociales y políticos del crimen y el significado del mismo para extraer
del juicio enseñanzas de moral y de política práctica. La calle no
quiere ver en el tribunal un simple “lugar de audiencias”, donde los
oficinistas apliquen los artículos del Código Penal que correspondan a
tales o cuales casos, sino una institución pública que revele las lacras
del régimen actual y proporcione material para criticarlo y, por
consiguiente, para corregirlo. La calle, impulsada por las realidades
prácticas de la vida social y por el crecimiento de la conciencia
política, llega a descubrir por su intuición esa verdad que con tanta
dificultad y timidez persigue, obstaculizada por sus trabas
escolásticas, nuestra jurisprudencia académica oficial, a saber: que en
la lucha contra el delito tiene mucha más importancia la modificación de
las instituciones sociales y políticas que la aplicación de
determinados castigos. Por esa razón los periodistas reaccionarios y el
Gobierno reaccionario odian –y no pueden dejar de odiar– al tribunal de
la calle. Por esa razón la reducción de la competencia del tribunal de
jurados y la restricción de la publicidad pasan como un hilo de engarce a
través de toda la historia de Rusia posterior a la Reforma, con la
particularidad de que el carácter reaccionario de la época “posterior a
la Reforma” se revela exactamente al día siguiente de entrar en
vigor la ley de 1864, que reformó nuestra “institución judicial”(4). Y
precisamente en el caso que nos ocupa se siente con fuerza especial la
ausencia del “tribunal de la calle”. ¿Quién hubiera podido interesarse,
en este juicio, por el aspecto social del problema y esforzarse por
presentarlo en toda su amplitud? ¿El fiscal? ¿Un funcionario que
mantiene estrechísimas relaciones con la policía, que comparte con ella
la responsabilidad por el mantenimiento de los detenidos y por la manera
en que se los trata, y que en algunos casos es el propio jefe de
policía? Ya vimos que el fiscal sustituto había renunciado incluso a
acusar a Panov de tortura. ¿El demandante civil, en el caso de que la
viuda del asesinado, que compareció ante el tribunal en calidad de
testigo de Vózdujov, hubiera entablado querella contra los asesinos?
¿Pero cómo hubiera podido ella, una mujer simple, saber que existe
demanda civil en el proceso judicial? Y aunque lo hubiese sabido,
¿habría podido contratar un abogado? Y de haber podido, ¿habría
encontrado un abogado que pudiera y quisiera atraer la atención pública
hacia los procederes desenmascarados por este asesinato? Y en caso de
haber encontrado tal abogado, ¿habría podido mantener encendido su
“ardor cívico” ante “delegados” de la sociedad tales como los
representantes de los estamentos? He aquí un alcalde del subdistrito –me
refiero al tribunal provincial–, quien se muestra turbado por su
indumentaria campesina, no sabe qué hacer con sus botas engrasadas y sus
toscas manos de mujik, mira con susto a Su Excelencia, el presidente
del tribunal, sentado a la misma mesa que él. He aquí un alcalde de la
ciudad, un comerciante corpulento que respira penosamente dentro del
uniforme, al que no está acostumbrado, con la cadena pendiendo del
cuello, esforzándose por imitar a su vecino, un mariscal de la nobleza,
un señor con uniforme de noble, de exterior pulcro, de maneras
aristocráticas. Y junto a ellos los jueces, hombres que han pasado por
la larga escuela en que los funcionarios arrastran su pesada cadena,
verdaderos escribientes, encanecidos en sus oficinas, conscientes de la
importancia de la tarea que deben realizar, es decir, juzgar a los
representantes del poder, a quienes el tribunal de la calle es indigno
de juzgar. ¿Acaso este ambiente no quitaría las ganas de hablar al
abogado más elocuente, no le recordaría el viejo proverbio: “no arrojéis
margaritas…”?
Y por todo eso el asunto se tramitó a toda carrera, como si hubieran
deseado desembarazarse de él lo antes posible(5), como si se temiera
remover a fondo toda esa inmundicia: se puede vivir al lado de una
letrina, acostumbrarse, no darse cuenta, habituarse, pero basta empezar a
limpiarla para que el hedor sea indefectiblemente percibido por todos
los habitantes, no sólo de la casa en cuestión, sino aun por los de las
casas vecinas.
He aquí las preguntas que se imponían por lógica, y que nadie se tomó
el trabajo ni siquiera de aclarar. ¿Por qué se dirigió Vózdujov en
coche a casa del gobernador? El acta de acusación –ese documento que
encarna el esfuerzo de la acusación por descubrir el delito en su
totalidad–, lejos de responder a esa pregunta, incluso la elude
directamente, diciendo que Vózdujov “fue arrestado en estado de
ebriedad, en el patio de la casa del gobernador, por el agente de
policía Shelemétiev”. Esto da lugar a suponer incluso que Vózdujov se
dedicaba a armar escándalos. ¡¿Y dónde?! ¡En el patio de la casa del
gobernador! Pero en realidad Vózdujov había ido en coche de punto a casa del gobernador para presentar una queja;
esto es un hecho establecido. ¿Por qué motivo se quejaba? El conserje
de la casa del gobernador, Ptitsin, dice que Vózdujov se quejaba de la
oficina de un embarcadero donde le habían negado la venta del pasaje
para un viaje (?). El testigo Mujánov, ex comisario de la comisaría
donde se golpeó a Vózdujov (ahora director de la prisión provincial en
la ciudad de Vladímir), dice haber oído de la mujer de Vózdujov que ella
y su marido habían estado bebiendo, y que habían sido golpeados en Nizhni Nóvgorod –en la comisaría del puerto fluvial y en la de Rozhdéstvenski– y que precisamente a causa de esos golpes Vózdujov quería elevar una queja al gobernador.
A pesar de la evidente contradicción que surge de las declaraciones de
esos testigos, el tribunal no toma ninguna medida para poner en claro la
cuestión. Por el contrario, cualquiera tendría pleno derecho a suponer
que el tribunal no quería aclarar esta cuestión. La mujer de Vózdujov
fue testigo ante el tribunal, pero nadie se preocupó por preguntarle si
efectivamente ella y su marido habían sido golpeados en varias
comisarías policiales de Nizhni Nóvgorod; en qué circunstancias fueron
detenidos; en qué locales se los golpeó, quiénes lo hicieron; si
efectivamente su marido quería presentar una queja ante el gobernador;
si su marido había hecho saber a alguien más esa intención. El testigo
Ptitsin que, en su calidad de funcionario de la oficina del gobernador,
podía no estar dispuesto a escuchar las quejas que Vózdujov –a quien sin
estar borracho había que hacerle pasar la borrachera– quería formular
contra la policía, encargó al policía borracho Shelemétiev llevar al
quejoso a la comisaría hasta que se le pasara la borrachera; sin
embargo, este interesante testigo no fue sometido a careo. El cochero
Krainov, que había llevado a Vózdujov a la casa del gobernador y luego a
la comisaría, tampoco fue interrogado a su vez, para saber si Vózdujov
le había informado del motivo por el cual iba a casa del gobernador.
¿Qué le dijo exactamente a Ptitsin? ¿Nadie más había oído esa
conversación? El tribunal se limitó a dar lectura a la breve declaración
de Krainov, quien no se presentó (y quien afirmó que Vózdujov no estaba
ebrio, sólo un poco bebido), y el fiscal sustituto no se preocupó lo
más mínimo por obtener la comparecencia de este importante testigo. Si
se tiene en cuenta que Vózdujov era suboficial de la reserva, y que por
lo tanto no le faltaba experiencia, que debía conocer un poco las leyes y
las órdenes, que incluso después de la última paliza que le causó la
muerte dijo a sus compañeros de calabozo “los demandaré”, resulta más
que evidente que se dirigía a la casa del gobernador llevando,
precisamente, una queja contra la policía, que el testigo Ptitsin mintió
para proteger a la policía y que esos jueces y fiscal serviles no
querían que esta molesta historia surgiera a la luz.
Prosigamos. ¿Por qué y a raíz de qué se golpea a Vózdujov? El acta de
acusación presenta, una vez más, el caso de la manera lo( más ventajosa
posible… para los acusados. “El motivo del castigo”, se aduce, habría
sido el corte que se produjo en la mano de Shelemétiev en el momento en
que empujaba a Vózdujov al local de guardia. Se tratarla de saber por
qué se empujó a Vózdujov, quien había hablado tranquilamente con
Shelemétiev y Panov (¡y admitamos que hubiera sido en verdad necesario empujarlo!),
no al calabozo, sino primero al local de guardia. Había sido conducido a
la comisaría hasta que se le pasara la borrachera, en el calabozo se
encontraban ya varios borrachos, y allí fue a parar más tarde también
Vózdujov: ¿por qué entonces Shelemétiev, después de haberlo “presentado”
a Panov, lo empujó hacia el local de guardia? Es evidente que
precisamente para darle una paliza. En el calabozo había gente, pero en
el local de guardia Vózdujov estaría solo, y en ayuda de Shelemétiev
vendrían sus compañeros y el señor Panov, a quien en ese momento le
estaba “confiada” la comisaría número 1. El brutal castigo fue
provocado, en consecuencia, no por un motivo casual, sino con
premeditación. No puede admitirse más que una de estas dos hipótesis: o
bien todos los que son llevados a la comisaría para que se
desemborrachen (aunque se comporten de manera perfectamente tranquila y
decente), son enviados primero al local’ de guardia para “recibir una
lección”, o bien Vózdujov fue llevado para darle una paliza precisamente porque había ido a casa del gobernador para quejarse contra la policía.
Las informaciones de los diarios sobre el caso son tan breves que
resulta difícil pronunciarse categóricamente en favor de la segunda
hipótesis (que no es de ninguna manera inverosímil); pero la instrucción
preliminar y la judicial habrían podido sin duda aclarar por completo
esta cuestión. El tribunal, se sobreentiende, no prestó la menor
atención a este aspecto. Digo “se sobreentiende”, porque la indiferencia
de los jueces refleja, en este caso, no sólo el formalismo burocrático,
sino también el concepto habitual del hombre común ruso: “¡Y qué tiene
eso de sorprendente! ¡En una comisaría de policía han matado a un mujik
borracho! ¡Cosas peores pasan entre nosotros!” Y nuestro hombre común
nos citará decenas de casos mucho más indignantes, y que además han
pasado sin que fueran castigados los culpables. Los ejemplos que cite
nuestro hombre serán absolutamente justos; sin embargo, está totalmente
equivocado y su razonamiento no revela más que la extrema miopía del
filisteo. ¿No será porque esas brutalidades constituyen una práctica
cotidiana y habitual en cualquier comisaría de policía que son posibles
en nuestro país casos incomparablemente más indignantes de brutalidades
policiales? ¿Y no resultará impotente nuestra indignación ante casos
excepcionales, porque contemplamos los casos “normales” con esa
indiferencia que nos ha dado la costumbre? ¿Porque nuestra indiferencia
no se perturba, ni aun cuando un hecho tan corriente y tan trivial como
una paliza a un “mujik” borracho (o presuntamente borracho) en una
comisaría de policía, suscita protestas de parte de ese mismo mujik (que
ya debería haberse acostumbrado), quien paga con su vida la atrevida
tentativa de quejarse humildemente al gobernador?
Hay otra razón que impide soslayar este caso tan común. Se ha dicho,
hace ya mucho tiempo, que la significación preventiva del castigo no
reside en su severidad, sino en su inminencia. Lo importante no es que
por un delito se haya fijado una pena dura, sino que ni un solo
delito quede impune. También en este sentido reviste interés el caso
que examinamos. Las palizas ilegales y brutales que propina la policía
tienen lugar en el Imperio Ruso, puede decirse sin exageración, todos
los días y a todas horas(6). Pero los culpables sólo comparecen ante el
tribunal en casos excepcionales y muy de tarde en tarde. Esto no puede
sorprendernos en absoluto, ya que el criminal es esa misma policía a la
cual se ha confiado en Rusia el descubrimiento de los crímenes. Pero
esto nos obliga a dedicar una atención tanto mayor, aunque poco común, a
los casos en que el tribunal se ve obligado a descorrer el velo que
cubre los hechos corrientes.
Prestemos atención, por ejemplo, a la forma en que los policías
administran una paliza. Son cinco o seis, actúan con una crueldad de
bestias, muchos de ellos están bebidos y todos tienen sable. Pero
ninguno de ellos golpea jamás a su víctima con el sable. Son personas de
experiencia y saben muy bien cómo se debe golpear. Un sablazo es una
prueba, pero te zurran a puñetazos y veremos cómo pruebas luego que te
han golpeado en la policía. “Fue zurrado durante una riña, nosotros
detuvimos a un hombre molido a golpes”, ¡ni visto ni oído! Aun en el
presente caso, en el cual por casualidad el hombre fue muerto a golpes
(“qué mala idea tuvo de morirse; era un mujik robusto, ¿quién podía
suponer que eso ocurriera?”), la acusación debió probar, con las
declaraciones de los testigos, que “Vózdujov, antes de ser llevado a la
comisaría, gozaba de perfecta salud”. Evidentemente, los asesinos, que
siempre negaron que lo golpearan, dijeron que lo habían traído ya molido
a golpes. Y encontrar testigos para un caso de este género, es cosa
increíblemente dificultosa. Por una feliz casualidad, la ventanilla del
calabozo que da al local de guardia no estaba cerrada del todo; la
verdad es que en lugar de vidrios se había colocado en la ventanilla una
chapa de hojalata con agujeros, y del lado del local de guardia esos
agujeros estaban tapados con un cuero; pero con el dedo se podía
levantar el cuero y entonces, desde el calabozo, se veía lo que pasaba
en el local de guardia. Sólo por esta circunstancia se logró
reconstituir totalmente en el tribunal la escena de la “lección”. Pero
una anomalía como esa de la ventana mal tapada sólo pudo ocurrir en el
siglo pasado; en el siglo XX, con toda seguridad, la ventanita del
calabozo que da al local de guardia en la comisaría de la fortaleza de
Nizhni Nóvgorod está herméticamente cerrada… Y como no hay testigos,
¡guay del que caiga en el local de guardia!
En ningún país existen tantas leyes como en Rusia. Hay entre nosotros
leyes para todo. Existe también un reglamento especial para casos de
detención, en el que se establece con pormenores que la detención es
legal sólo en locales especiales, sometidos a una vigilancia especial.
Como se advierte, la ley se cumple: en la comisaría existe un “cala
bozo” especial. Pero antes de entrar al calabozo “es costumbre”
que a uno lo “empujen” “al local de guardia”. Y aunque la función del
local de guardia, como verdadera cámara de torturas, aparezca de manera
absolutamente evidente a lo largo de todo el proceso, la autoridad
judicial no pensó siquiera en fijar su atención sobre este hecho. En
efecto, ¡no podemos esperar que los fiscales denuncien las barbaridades
de nuestra autocracia policial, ni que tomen medidas contra ella!
Ya nos hemos referido al problema de los testigos en asuntos de esta
índole. En el mejor de los casos, sólo pueden ser testigos personas que
se encuentran en manos de la policía; sólo como excepción sería posible
que un extraño lograse presenciar una “lección” dada en una comisaría. Y
en cuanto a los testigos que se encuentran en manos de la policía, son
presionables por ésta. Así fue en el caso que examinamos. El testigo
Frolov, que en el momento del asesinato se hallaba en el calabozo,
afirmó, en el curso de la instrucción previa, que Vózdujov había sido
golpeado por los agentes y por el inspector de policía; luego retiró su
denuncia contra el inspector Panov, y ante el tribunal ya declaró que
ningún policía había golpeado a Vózdujov, que fueron Semajin y Bárinov
(otros dos detenidos que fueron los principales testigos de cargo)
quienes lo habían instigado a declarar contra la policía, que no había
sido instigado ni aleccionado por ésta. Los testigos Fadéev y Antónova
declararon que en el local de guardia nadie le había puesto un dedo
encima a Vózdujov: todos estaban tranquilos y pacíficos, y no hubo
disputa alguna.
Como se ve, un hecho de los más corrientes. Y las autoridades
judiciales lo admitieron con su acostumbrada indiferencia. Existe una
ley que castiga con bastante severidad el falso testimonio; la
iniciación de un juicio contra esos dos falsos testigos habría arrojado
más luz sobre los abusos de la policía, contra los cuales están
prácticamente indefensos quienes tienen la desgracia de caer en sus
garras (y esta desgracia le ocurre regular y constantemente a centenares
de miles de personas “comunes”); pero el tribunal solo piensa en la
aplicación de tal artículo del código, y jamás en esa falta de
protección. Y ese detalle del proceso, como lodos los demás, demuestra
con claridad cuál es esa sólida red que lo abarca todo, esa lacra tan
arraigada, para librarse de la cual es necesario abolir todo el sistema
de autocracia policial y de absoluta carencia de derechos para el
pueblo.
Hace unos treinta y cinco años, el célebre escritor ruso F. M.
Reshétnikov tuvo un percance desagradable. Se dirigía’, en San
Petersburgo, a la Asamblea de la Nobleza, creyendo equivocadamente que
allí se daba un concierto. Los policías no lo dejaron entrar y le
gritaron: “¿Adónde vas? ¿Quién eres?” –“Un obrero”, respondió en tono
grosero F. M. Reshétnikov, enojado. El resultado de esta respuesta
cuenta Gleb Uspenski– fue que Reshétnikov pasó la noche en la comisaría,
de la cual salió golpeado, despojado de su dinero y sin anillo. “Pongo
en conocimiento de este hecho a Vuestra Excelencia –escribía Reshétnikov
en una solicitud al director de policía de San Petersburgo–. Nada
reclamo. Sólo me permito importunarlo para solicitar que los comisarios
de policía, inspectores y agentes de policía no golpeen a la gente del pueblo… Aun sin ello ya este pueblo tiene que soportar mucho.”(7)
El modesto ruego con que hace ya tanto tiempo un escritor ruso osó
importunar al jefe de policía de la capital, ha quedado hasta ahora sin
cumplir, y no puede cumplirse en tanto persista nuestro régimen
político. Pero en el momento actual la atención de todo hombre honesto,
atormentado por el espectáculo de la brutalidad y la violencia, es
atraída por el nuevo y vigoroso movimiento popular, que concentra
fuerzas para barrer de la faz de la tierra rusa toda manifestación de
salvajismo y para realizar los más nobles ideales de la humanidad.
Durante estas últimas décadas* el odio hacia la policía ha crecido y se
ha arraigado profundamente en las masas de gente sencilla. El desarrollo
de la vida urbana, el incremento de la industria, la difusión de la
instrucción, todo eso ha sembrado, aun en las masas ignorantes, la
aspiración a una vida mejor y la conciencia de la dignidad humana; la
policía, sin embargo, sigue siendo tan arbitraria y brutal como siempre.
A su brutalidad se ha agregado, simplemente, un mayor refinamiento en
la búsqueda y el acoso de un nuevo enemigo, el más temible: todo lo que
aporta a las masas populares un rayo de conciencia de sus derechos y de
fe en sus fuerzas. Fecundado por esta conciencia y por esta fe, el odio
popular encontrará una salida no en una venganza salvaje, sino en la
lucha por la libertad.
Notas:
(1) A propósito, he aquí un hecho más que permite apreciar la medida de castigo que nuestros tribunales aplican por diversos delitos. Algunos días después del juicio celebrado contra los asesinos de Vózdujov, el tribunal de la región militar de Moscú juzgó a un soldado que servía en la brigada de artillería de la guarnición y que había robado 50 pantalones y unos cortes de botas mientras estaba de guardia en el depósito. Sentencia: cuatro años de trabajos forzados. La vida de un hombre en manos de la policía tiene el mismo valor que 50 pantalones y unos cortes de botas confiados a un centinela. En esta original “equivalencia” se refleja, como el sol en una gota de agua, todo el régimen de nuestro Estado policíaco. La persona, frente al poder del Estado, no es nada; la disciplina interna lo es todo… no, perdón: “todo” sólo para los de abajo. El ratero va a trabajos forzados, pero los grandes ladrones, los magnates, los ministros, los directores de banco, los constructores de ferrocarriles, los ingenieros, los contratistas, etc., que se embolsan decenas y centenares de miles de los bienes del fisco, ésos, en el peor y más raro de los casos, pagan con el confinamiento en provincias apartadas, donde pueden vivir bien gracias al dinero que han robado (por ejemplo, los banqueros confinados en Siberia Occidental), desde donde les es fácil escapar al extranjero (por ejemplo, el coronel de gendarmería Méranville de Saint-Clair).
(2) Derzhimorda: nombre de un policía en la comedia del escritor ruso N. V. Gógol El Inspector. Nombre genérico para designar al opresor y tirano insolente y grosero.
(3) En lugar de denunciar en toda su amplitud los escándalos ante los tribunales y ante la sociedad, se prefiere, en nuestro país, escamotear los asuntos en el tribunal y salir del paso con órdenes y circulares plagadas de frases ampulosas, pero hueras. Por ejemplo, el jefe de policía de Oriol acaba de publicar una orden que, en confirmación de disposiciones anteriores, invita a los comisarios de policía a que, personalmente o por intermedio de sus ayudantes, recomienden encarecidamente a los funcionarios subalternos de la policía evitar en absoluto toda grosería o acto de violencia cuando arresten a borrachos en la vía pública y los conduzcan al calabozo para que se les pase la borrachera; que expliquen a sus subordinados que es obligación de la policía, entre otras, la protección de los borrachos, ya que no pueden quedar abandonados a su propia suerte sin correr evidentes riesgos; por eso los funcionarios subalternos de la policía, que son, según establece la ley, defensores y protectores de la población, cuando arresten y conduzcan al calabozo a los borrachos, no sólo no deben recurrir a ningún tratamiento grosero o inhumano, sino que, por el contrario, tienen que tomar todas las medidas que de ellos dependen para proteger a las personas conducidas al calabozo, hasta que se les pase la borrachera. La orden previene a los funcionarios subalternos que sólo si cumplen, consciente y legalmente, con sus obligaciones, tendrán derecho a contar con la confianza y el respeto de la población, y que, por el contrario, tolerar de parte de los funcionarios policiales cualquier arbitrariedad, cualquier brutalidad hacia los borrachos, así como violencias incompatibles con los deberes de los funcionarios policiales, que deben servir de modelo de honestidad y buenos modales, conllevará inevitablemente un severo castigo, como dispone la ley, y que los funcionarios subalternos de la policía culpables de haber incurrido en tales procederes serán sometidos a la justicia sin indulgencia alguna. He aquí un proyecto de caricatura para una revista satírica: ¡el inspector de policía absuelto de la acusación de asesinato lee la orden en virtud de la cual debe ser un modelo de honestidad y buenos modales!
(4) Los liberales partidarios del tribunal de jurados, en sus polémicas con los reaccionarios en la prensa legal, niegan a menudo, de manera categórica, la importancia política de tal tribunal y se esfuerzan por probar que en modo alguno defienden la participación en él de elementos sociales por motivos políticos. Indudablemente, esto puede depender, en parte, de esa incapacidad de reflexión política que tan a menudo padecen precisamente los juristas, aunque se especialicen en ciencias “políticas”. Pero sobre todo se explica por la necesidad de expresarse en lenguaje esópico (Esopo: fabulista semilegendario de la antigua Grecia; su manera alegórica de expresar los pensamientos en sentido figurado recibió el nombre de lenguaje esópico) ante la imposibilidad de declarar abiertamente sus simpatías por una Constitución.
(5) Nadie había pensado siquiera en llevar prontamente el caso al tribunal. A pesar de la notable simplicidad y claridad del asunto, el incidente del 20 de abril de 1899 sólo fue examinado en el tribunal el 23 de enero de 1901. ¡He aquí una justicia rápida, equitativa y benévola!
(6) Estas líneas ya habían sido escritas cuando los diarios confirmaban una vez más este aserto. En el otro extremo de Rusia, en Odesa, una ciudad con categoría de capital, el juez de paz absolvió a un tal M. Klinkov, acusado de promover un escándalo durante su detención en la comisaría de policía, según el acta del inspector de policía Sadukov. Ante el tribunal, el acusado, así como sus cuatro testigos, declararon lo siguiente: Sadukov había arrestado y conducido a la comisaría a M. Klinkov en estado de embriaguez. Una vez sobrio, Klinkov reclamó su libertad. En respuesta, un policía lo agarró del cuello y comenzó a golpearlo; llegaron tres policías más y entre los cuatro lo golpearon en la cara, la cabeza, el pecho y los costados. Bajo la lluvia de golpes que caían sobre él, Klinkov rodó ensangrentado al suelo, y allí siguieron pegándole con más furor aún. Como declararon Klinkov y sus testigos, los torturadores eran dirigidos por Sadukov quien alentaba a los policías. Klinkov perdió el conocimiento, y cuando volvió en sí, lo dejaron salir de la comisaría. Sin tardanza Klinkov acudió a un médico para que lo examinara. El juez de paz aconsejó a Klinkov que iniciara demanda contra Sadukov y los policías ante el fiscal, a lo que Klinkov respondió que tal demanda había sido ya presentada y que veinte personas se presentarían como testigos de las torturas que había sufrido.
No es necesario ser profeta para predecir que M. Klinkov no logrará que los policías sean procesados y condenados por torturas. Ellos no lo mataron a golpes; y si, contra toda suposición, son condenados, la condena será leve.
(7) Lenin cita el artículo de Gleb Uspenski Fiador Mijáilovich Reshétnikov (Ensayo biográfico).
Extraído de redstarpublishers.org
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