martes, 14 de febrero de 2017

Golpea duro, pero no mates (Lenin, 1901)

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El siguiente texto fue escrito por Lenin para la revista “Zarya”, en 1901.

El 23 de enero, en Nizhni Nóvgorod, en una audiencia especial del tribunal de Moscú, con participación de representantes de los estamentos, se juzgó el caso del asesinato del campesino Timoféi Vasílievich Vózdujov, quien había sido conducido a la comisaría de policía “para que se le pase la borrachera”, y allí fue golpeado por cuatro agentes de policía: Shelemétiev, Shulpín, Shibáev y Oljovin y el inspector interino de la comisaría Panov a tal punto, que al día siguiente moría en un hospital.
Este es el relato sucinto de un hecho simple, que proyecta viva luz sobre lo que ocurre continua y habitualmente en nuestras comisarías de policía.
Según las brevísimas informaciones de los diarios, el incidente se desarrolló así: el 20 de abril, Vózdujov llegó en un coche de punto a la casa del gobernador. Salió el conserje de la casa del gobernador; ese conserje declaró en el tribunal que Vózdujov no llevaba gorra, que había bebido, pero no estaba borracho, y que se quejaba de la oficina de un embarcadero donde se negaron a venderle el pasaje para una travesía (?). El conserje ordenó al agente de facción Shelemétiev que llevase a Vózdujov a la comisaría de policía. Vózdujov estaba tan poco bebido que conversó tranquilamente con Shelemétiev y, al llegar a la comisaría, dio con toda claridad su nombre y condición al inspector Panov. A pesar de eso, Shelemétiev –sin duda con conocimiento de Panov, quien acababa de interrogar a Vózdujov– “empujó” a éste no al calabozo donde había varios borrachos, sino “al local de guardia”, situado al lado. Al empujarlo, enganchó su sable en la manija de la puerta, se hirió ligeramente la mano y se imaginó que era Vózdujov quien retenía su sable; se arrojó entonces sobre él y comenzó a golpearlo, gritando que le había cortado la mano. Lo golpeó con toda su fuerza en la cara, en el pecho, en los costados; lo golpeó de tal manera, que Vózdujov cayó de espaldas, dando con la cabeza contra el suelo, mientras pedía clemencia. “¿Por qué me golpean? –decía, según declaró un testigo que se encontraba en el calabozo (Semajin)–. No soy culpable. ¡Perdónenme, por amor de Dios!” Según la declaración del mismo testigo, Vózdujov no estaba borracho; más bien parecía estarlo Shelemétiev. El hecho de que Shelemétiev le estaba dando una “lección” (¡es la expresión que recoge el acta de la acusación!) a Vózdujov, llegó a oídos de los compañeros de aquél, Shulpín y Shibáev, que bebían en la comisaría desde el primer día de Pascua (el 20 de abril era martes, tercer día de Pascua). Estos se presentaron en el local de guardia junto con Oljovin, quien venía de otra comisaría, y agredieron a Vózdujov a puñetazos y puntapiés. Luego apareció también el inspector Panov y golpeó a su vez a Vózdujov en la cabeza con un libro y con los puños. “Lo golpearon tanto, tanto –dice una mujer que estaba detenida– que a mí se me revolvía el estómago de espanto.” Cuando la “lección” hubo terminado, el inspector ordenó con toda tranquilidad a Shibáev que limpiara la sangre de la cara del castigado –¡así estará más presentable, si acaso llegasen a verlo las autoridades!–, y que lo arrojaran al calabozo. “¡Hermanitos! –les dijo Vózdujov a los otros detenidos–, ¿ven cómo golpea la policía? ¡Sean mis testigos, los demandaré!” Pero no pudo demandarlos: al día siguiente por la mañana lo encontraron inconsciente y lo enviaron al hospital, donde murió ocho horas después, sin haber vuelto en sí. La autopsia reveló diez costillas rotas, equimosis en todo el cuerpo y un derrame cerebral.
El tribunal condenó a Shelemétiev, Shulpín y Shibáev a cuatro años de trabajos forzados, y a Oljovin y Panov a un mes de arresto, reconociéndolos culpables únicamente de “conducta injuriosa”…
Comenzaremos nuestro examen por dicha sentencia. Los condenados a trabajos forzados eran acusados en virtud de los artículos 346 y 1490, 2a parte, del Código Penal. El primero de estos artículos establece que un funcionario que cause heridas o lesiones en ejercicio de sus funciones merece la pena máxima “prevista para ese delito”. Y el artículo 1490, 2a parte, establece para las torturas, cuando produzcan la muerte, de 8 a 10 años de trabajos forzados. En lugar de aplicar la pena máxima, el tribunal de representantes de estamentos y jueces de la Corona redujo el castigo en dos grados (sexto grado: de 8 a 10 años de trabajos forzados; séptimo grado, de 4 a 6 años), es decir, efectuó la máxima reducción permitida por la ley para el caso de circunstancias atenuantes y, además, prescribió la pena mínima del grado inferior. En una palabra, el tribunal hizo lo que pudo para suavizar la pena de los inculpados; y aun más de lo que podía, ya que la ley de “pena máxima” fue eludida. No queremos, por cierto, decir que la “estricta justicia” exigía precisamente 10, y no 4 años de trabajos forzados; lo importante aquí es que los asesinos hayan sido reconocidos como tales y condenados a trabajos forzados. Pero es imposible dejar de señalar la tendencia singularmente característica del tribunal formado por jueces de la Corona y representantes de los estamentos: cuando juzgan a funcionarios policiales, están predispuestos a demostrar la mayor condescendencia; cuando juzgan los delitos contra la policía, manifiestan, como es sabido, una severidad despiadada(1).
En cuanto al señor inspector… ¡Vamos, cómo no ser condescendiente con él! Recibió a Vózdujov cuando lo trajeron, y, es evidente, dio la orden de no llevarlo directamente al calabozo, sino primero –para darle una lección– al local de guardia; participó en el brutal castigo con sus puños y un libro (debía de ser el Código), después dispuso que se hicieran desaparecer las huellas del delito (lavar la sangre), y la noche del 20 de abril, cuando regresó el comisario Mujánov, informó que “todo va bien (¡textual!) en la comisaría”. El no tiene nada que ver con los asesinos, sólo es culpable de acto injurioso, de simple acto injurioso, castigado con arresto. Es muy natural que este caballero, el señor Panov, no culpable de asesinato, preste todavía servicio en la policía con el grado de suboficial de la policía rural. El señor Panov sólo trasladó su eficaz actividad organizadora de “lecciones” para la gente común, de la ciudad al campo. Dígame en conciencia, lector, si el inspector de policía Panov puede interpretar la sentencia del tribunal de otra manera que como un consejo: en el futuro habrá que disimular mejor las huellas del delito, dar “lecciones” de manera tal que no dejen rastros. Ordenaste lavar la sangre del rostro de un moribundo: eso está muy bien; pero dejaste morir a Vózdujov, y eso, hermanito, es una negligencia. En el futuro debes ser más cuidadoso, y métete bien en la cabeza el primero y último mandamiento del Derzhimorda(2) ruso: “¡Golpea duro, pero no mates!”.
Desde el punto de vista humano, la sentencia del tribunal respecto de Panov es una simple parodia de justicia; demuestra el deseo verdaderamente servil de hacer recaer toda la responsabilidad sobre los funcionarios subalternos de la policía y librar de culpa a su jefe directo con cuyo conocimiento, asentimiento y participación se infligió la brutal paliza. Desde el punto de vista jurídico, esta sentencia es un modelo de la casuística de que son capaces los jueces burocráticos que, personalmente, no están muy por encima del inspector de policía. La palabra fue dada al hombre para ocultar sus pensamientos, dicen los diplomáticos; la ley fue hecha para falsear el concepto de la culpa y de la responsabilidad, pueden decir nuestros juristas. En efecto, ¡qué sutil arte jurídico no se requerirá para convertir en simple acto injurioso la participación en torturas! Un hombre que en la mañana del 20 de abril hizo caer, quizá, la gorra de la cabeza de Vózdujov, es culpable del mismo delito –menos que delito, “infracción”– que Panov. Por el simple hecho de haber tomado parte en una riña (no en una paliza a un hombre indefenso), si en ella se causara la muerte de una persona, corresponde un castigo más severo que el que se le aplicó al inspector de policía. Los trapaceros del tribunal aprovecharon, en primer lugar, el hecho de que por torturas en el ejercicio de un cargo la ley establece diversas penalidades, dejando libre al juez el determinar, de acuerdo con las circunstancias, si corresponden dos meses de prisión o confinamiento perpetuo en Siberia. No trabar excesivamente la acción del juez con limitaciones formales, dejarle cierta libertad de acción es, desde luego, una regla muy razonable; por ella, más de una vez nuestros profesores de derecho penal elogiaron la legislación rusa y destacaron su liberalismo. Pero al elogiarla, olvidaban sólo el detalle de que para aplicar disposiciones razonables se requieren jueces que no se limiten al papel de meros funcionarios, se requiere que representantes de la sociedad formen parte del tribunal y la opinión pública participe en el examen de la causa. En segundo lugar, el fiscal sustituto acudió en este caso en ayuda del juez al retirar la acusación de tortura y crueldad contra Panov (y Oljovin), y pedir que se los castigara por conducta injuriosa. El fiscal sustituto se remitió, por su parte, a las conclusiones de los expertos quienes negaron que los golpes dados por Panov constituyeran torturas especialmente graves y prolongadas. El sofisma jurídico, como se ve, no se caracteriza por su complejidad: como Panov pegó menos que los otros, se puede decir que sus golpes no fueron especialmente graves, y si no fueron especialmente graves, se puede llegar a la conclusión de que no fueron “torturas y crueldades”; y si no fueron torturas y crueldades, significa que fue un simple acto injurioso. Todo se arregla a satisfacción de todos, y el señor Panov queda en las filas de los guardianes del orden y la decencia…(3)
Nos hemos referido al problema de la participación de representantes de la sociedad en el tribunal y al papel de la opinión pública. La causa que hemos comentado ilustra perfectamente, en forma general, dicha cuestión. Ante todo, ¿por qué el asunto lo examinó un tribunal constituido por jueces de la Corona y representantes de los estamentos y no un tribunal de jurados? Porque el Gobierno de Alejandro III, que ha declarado una lucha despiadada contra todos los esfuerzos de la sociedad por la libertad y la independencia, comprendió muy pronto que el tribunal de jurados era peligroso. La prensa reaccionaria declaró que el tribunal de jurados era un “tribunal de la calle”, y desató contra él una campaña de acosamiento que, dicho sea de paso, continúa hasta ahora. El Gobierno adoptó un programa reaccionario: después de haber vencido el movimiento revolucionario de la década del 70, declaró impúdicamente a los representantes de la sociedad que los consideraba como “de la calle”, como al populacho, que no debía inmiscuirse en la legislación, ni en la dirección del Estado, que debía ser expulsado de los santuarios donde se administra justicia a los ciudadanos de Rusia, según el método de los señores Panov. En 1887 se promulgó una ley según la cual los asuntos relacionados con delitos cometidos por funcionarios y contra funcionarios, son retirados de la competencia del tribunal de jurados y confiados a un tribunal formado por jueces de la Corona y por representantes de los estamentos. Como se sabe, esos representantes de los estamentos incorporados en un mismo colegio con los jueces burocráticos, son figurantes mudos que desempeñan el lamentable papel de testigos dispuestos a firmar todas las decisiones que se dignen tomar los funcionarios del Departamento de Justicia. Esta es una de las leyes integrantes de un largo cortejo que se extiende a través de toda esta última época reaccionaria de la historia rusa, y unidas entre sí por una aspiración común: restablecer un “poder firme”. Bajo la presión de las circunstancias el poder se había visto obligado, en la segunda mitad del siglo XIX, a entrar en contacto con la “calle”, pero la composición de esa calle cambiaba con una rapidez sorprendente, la gente ignorante era reemplazada por ciudadanos que comenzaban a tener conciencia de sus derechos y que eran capaces incluso de promover combatientes que lucharan por los derechos. Al darse cuenta de ello, el Gobierno, aterrorizado, dio un salto atrás y ahora hace esfuerzos convulsos para rodearse de una muralla china, para encerrarse en una fortaleza inaccesible a toda manifestación de iniciativa social… Pero me he apartado un tanto de mi tema.
Así pues, gracias a una ley reaccionaria, la calle ha sido despojada del derecho a juzgar a los representantes del poder. Los funcionarios juzgan a los funcionarios. Esto no sólo se reflejó en la sentencia, sino también en todo el carácter de la instrucción previa y del proceso judicial. El tribunal de la calle es valioso precisamente porque trae una corriente de aire fresco a esa atmósfera de formalismo oficinesco de que están impregnadas hasta la médula nuestras instituciones gubernamentales. A la calle no le interesa sólo e incluso no tanto saber si una acción determinada será considerada como injuria, como acto de violencia o como tortura, o qué pena se aplicará, sino también descubrir hasta la raíz y poner de manifiesto públicamente todos los hilos sociales y políticos del crimen y el significado del mismo para extraer del juicio enseñanzas de moral y de política práctica. La calle no quiere ver en el tribunal un simple “lugar de audiencias”, donde los oficinistas apliquen los artículos del Código Penal que correspondan a tales o cuales casos, sino una institución pública que revele las lacras del régimen actual y proporcione material para criticarlo y, por consiguiente, para corregirlo. La calle, impulsada por las realidades prácticas de la vida social y por el crecimiento de la conciencia política, llega a descubrir por su intuición esa verdad que con tanta dificultad y timidez persigue, obstaculizada por sus trabas escolásticas, nuestra jurisprudencia académica oficial, a saber: que en la lucha contra el delito tiene mucha más importancia la modificación de las instituciones sociales y políticas que la aplicación de determinados castigos. Por esa razón los periodistas reaccionarios y el Gobierno reaccionario odian –y no pueden dejar de odiar– al tribunal de la calle. Por esa razón la reducción de la competencia del tribunal de jurados y la restricción de la publicidad pasan como un hilo de engarce a través de toda la historia de Rusia posterior a la Reforma, con la particularidad de que el carácter reaccionario de la época “posterior a la Reforma” se revela exactamente al día siguiente de entrar en vigor la ley de 1864, que reformó nuestra “institución judicial”(4). Y precisamente en el caso que nos ocupa se siente con fuerza especial la ausencia del “tribunal de la calle”. ¿Quién hubiera podido interesarse, en este juicio, por el aspecto social del problema y esforzarse por presentarlo en toda su amplitud? ¿El fiscal? ¿Un funcionario que mantiene estrechísimas relaciones con la policía, que comparte con ella la responsabilidad por el mantenimiento de los detenidos y por la manera en que se los trata, y que en algunos casos es el propio jefe de policía? Ya vimos que el fiscal sustituto había renunciado incluso a acusar a Panov de tortura. ¿El demandante civil, en el caso de que la viuda del asesinado, que compareció ante el tribunal en calidad de testigo de Vózdujov, hubiera entablado querella contra los asesinos? ¿Pero cómo hubiera podido ella, una mujer simple, saber que existe demanda civil en el proceso judicial? Y aunque lo hubiese sabido, ¿habría podido contratar un abogado? Y de haber podido, ¿habría encontrado un abogado que pudiera y quisiera atraer la atención pública hacia los procederes desenmascarados por este asesinato? Y en caso de haber encontrado tal abogado, ¿habría podido mantener encendido su “ardor cívico” ante “delegados” de la sociedad tales como los representantes de los estamentos? He aquí un alcalde del subdistrito –me refiero al tribunal provincial–, quien se muestra turbado por su indumentaria campesina, no sabe qué hacer con sus botas engrasadas y sus toscas manos de mujik, mira con susto a Su Excelencia, el presidente del tribunal, sentado a la misma mesa que él. He aquí un alcalde de la ciudad, un comerciante corpulento que respira penosamente dentro del uniforme, al que no está acostumbrado, con la cadena pendiendo del cuello, esforzándose por imitar a su vecino, un mariscal de la nobleza, un señor con uniforme de noble, de exterior pulcro, de maneras aristocráticas. Y junto a ellos los jueces, hombres que han pasado por la larga escuela en que los funcionarios arrastran su pesada cadena, verdaderos escribientes, encanecidos en sus oficinas, conscientes de la importancia de la tarea que deben realizar, es decir, juzgar a los representantes del poder, a quienes el tribunal de la calle es indigno de juzgar. ¿Acaso este ambiente no quitaría las ganas de hablar al abogado más elocuente, no le recordaría el viejo proverbio: “no arrojéis margaritas…”?
Y por todo eso el asunto se tramitó a toda carrera, como si hubieran deseado desembarazarse de él lo antes posible(5), como si se temiera remover a fondo toda esa inmundicia: se puede vivir al lado de una letrina, acostumbrarse, no darse cuenta, habituarse, pero basta empezar a limpiarla para que el hedor sea indefectiblemente percibido por todos los habitantes, no sólo de la casa en cuestión, sino aun por los de las casas vecinas.
He aquí las preguntas que se imponían por lógica, y que nadie se tomó el trabajo ni siquiera de aclarar. ¿Por qué se dirigió Vózdujov en coche a casa del gobernador? El acta de acusación –ese documento que encarna el esfuerzo de la acusación por descubrir el delito en su totalidad–, lejos de responder a esa pregunta, incluso la elude directamente, diciendo que Vózdujov “fue arrestado en estado de ebriedad, en el patio de la casa del gobernador, por el agente de policía Shelemétiev”. Esto da lugar a suponer incluso que Vózdujov se dedicaba a armar escándalos. ¡¿Y dónde?! ¡En el patio de la casa del gobernador! Pero en realidad Vózdujov había ido en coche de punto a casa del gobernador para presentar una queja; esto es un hecho establecido. ¿Por qué motivo se quejaba? El conserje de la casa del gobernador, Ptitsin, dice que Vózdujov se quejaba de la oficina de un embarcadero donde le habían negado la venta del pasaje para un viaje (?). El testigo Mujánov, ex comisario de la comisaría donde se golpeó a Vózdujov (ahora director de la prisión provincial en la ciudad de Vladímir), dice haber oído de la mujer de Vózdujov que ella y su marido habían estado bebiendo, y que habían sido golpeados en Nizhni Nóvgorod –en la comisaría del puerto fluvial y en la de Rozhdéstvenski– y que precisamente a causa de esos golpes Vózdujov quería elevar una queja al gobernador. A pesar de la evidente contradicción que surge de las declaraciones de esos testigos, el tribunal no toma ninguna medida para poner en claro la cuestión. Por el contrario, cualquiera tendría pleno derecho a suponer que el tribunal no quería aclarar esta cuestión. La mujer de Vózdujov fue testigo ante el tribunal, pero nadie se preocupó por preguntarle si efectivamente ella y su marido habían sido golpeados en varias comisarías policiales de Nizhni Nóvgorod; en qué circunstancias fueron detenidos; en qué locales se los golpeó, quiénes lo hicieron; si efectivamente su marido quería presentar una queja ante el gobernador; si su marido había hecho saber a alguien más esa intención. El testigo Ptitsin que, en su calidad de funcionario de la oficina del gobernador, podía no estar dispuesto a escuchar las quejas que Vózdujov –a quien sin estar borracho había que hacerle pasar la borrachera– quería formular contra la policía, encargó al policía borracho Shelemétiev llevar al quejoso a la comisaría hasta que se le pasara la borrachera; sin embargo, este interesante testigo no fue sometido a careo. El cochero Krainov, que había llevado a Vózdujov a la casa del gobernador y luego a la comisaría, tampoco fue interrogado a su vez, para saber si Vózdujov le había informado del motivo por el cual iba a casa del gobernador. ¿Qué le dijo exactamente a Ptitsin? ¿Nadie más había oído esa conversación? El tribunal se limitó a dar lectura a la breve declaración de Krainov, quien no se presentó (y quien afirmó que Vózdujov no estaba ebrio, sólo un poco bebido), y el fiscal sustituto no se preocupó lo más mínimo por obtener la comparecencia de este importante testigo. Si se tiene en cuenta que Vózdujov era suboficial de la reserva, y que por lo tanto no le faltaba experiencia, que debía conocer un poco las leyes y las órdenes, que incluso después de la última paliza que le causó la muerte dijo a sus compañeros de calabozo “los demandaré”, resulta más que evidente que se dirigía a la casa del gobernador llevando, precisamente, una queja contra la policía, que el testigo Ptitsin mintió para proteger a la policía y que esos jueces y fiscal serviles no querían que esta molesta historia surgiera a la luz.
Prosigamos. ¿Por qué y a raíz de qué se golpea a Vózdujov? El acta de acusación presenta, una vez más, el caso de la manera lo( más ventajosa posible… para los acusados. “El motivo del castigo”, se aduce, habría sido el corte que se produjo en la mano de Shelemétiev en el momento en que empujaba a Vózdujov al local de guardia. Se tratarla de saber por qué se empujó a Vózdujov, quien había hablado tranquilamente con Shelemétiev y Panov (¡y admitamos que hubiera sido en verdad necesario empujarlo!), no al calabozo, sino primero al local de guardia. Había sido conducido a la comisaría hasta que se le pasara la borrachera, en el calabozo se encontraban ya varios borrachos, y allí fue a parar más tarde también Vózdujov: ¿por qué entonces Shelemétiev, después de haberlo “presentado” a Panov, lo empujó hacia el local de guardia? Es evidente que precisamente para darle una paliza. En el calabozo había gente, pero en el local de guardia Vózdujov estaría solo, y en ayuda de Shelemétiev vendrían sus compañeros y el señor Panov, a quien en ese momento le estaba “confiada” la comisaría número 1. El brutal castigo fue provocado, en consecuencia, no por un motivo casual, sino con premeditación. No puede admitirse más que una de estas dos hipótesis: o bien todos los que son llevados a la comisaría para que se desemborrachen (aunque se comporten de manera perfectamente tranquila y decente), son enviados primero al local’ de guardia para “recibir una lección”, o bien Vózdujov fue llevado para darle una paliza precisamente porque había ido a casa del gobernador para quejarse contra la policía. Las informaciones de los diarios sobre el caso son tan breves que resulta difícil pronunciarse categóricamente en favor de la segunda hipótesis (que no es de ninguna manera inverosímil); pero la instrucción preliminar y la judicial habrían podido sin duda aclarar por completo esta cuestión. El tribunal, se sobreentiende, no prestó la menor atención a este aspecto. Digo “se sobreentiende”, porque la indiferencia de los jueces refleja, en este caso, no sólo el formalismo burocrático, sino también el concepto habitual del hombre común ruso: “¡Y qué tiene eso de sorprendente! ¡En una comisaría de policía han matado a un mujik borracho! ¡Cosas peores pasan entre nosotros!” Y nuestro hombre común nos citará decenas de casos mucho más indignantes, y que además han pasado sin que fueran castigados los culpables. Los ejemplos que cite nuestro hombre serán absolutamente justos; sin embargo, está totalmente equivocado y su razonamiento no revela más que la extrema miopía del filisteo. ¿No será porque esas brutalidades constituyen una práctica cotidiana y habitual en cualquier comisaría de policía que son posibles en nuestro país casos incomparablemente más indignantes de brutalidades policiales? ¿Y no resultará impotente nuestra indignación ante casos excepcionales, porque contemplamos los casos “normales” con esa indiferencia que nos ha dado la costumbre? ¿Porque nuestra indiferencia no se perturba, ni aun cuando un hecho tan corriente y tan trivial como una paliza a un “mujik” borracho (o presuntamente borracho) en una comisaría de policía, suscita protestas de parte de ese mismo mujik (que ya debería haberse acostumbrado), quien paga con su vida la atrevida tentativa de quejarse humildemente al gobernador?
Hay otra razón que impide soslayar este caso tan común. Se ha dicho, hace ya mucho tiempo, que la significación preventiva del castigo no reside en su severidad, sino en su inminencia. Lo importante no es que por un delito se haya fijado una pena dura, sino que ni un solo delito quede impune. También en este sentido reviste interés el caso que examinamos. Las palizas ilegales y brutales que propina la policía tienen lugar en el Imperio Ruso, puede decirse sin exageración, todos los días y a todas horas(6). Pero los culpables sólo comparecen ante el tribunal en casos excepcionales y muy de tarde en tarde. Esto no puede sorprendernos en absoluto, ya que el criminal es esa misma policía a la cual se ha confiado en Rusia el descubrimiento de los crímenes. Pero esto nos obliga a dedicar una atención tanto mayor, aunque poco común, a los casos en que el tribunal se ve obligado a descorrer el velo que cubre los hechos corrientes.
Prestemos atención, por ejemplo, a la forma en que los policías administran una paliza. Son cinco o seis, actúan con una crueldad de bestias, muchos de ellos están bebidos y todos tienen sable. Pero ninguno de ellos golpea jamás a su víctima con el sable. Son personas de experiencia y saben muy bien cómo se debe golpear. Un sablazo es una prueba, pero te zurran a puñetazos y veremos cómo pruebas luego que te han golpeado en la policía. “Fue zurrado durante una riña, nosotros detuvimos a un hombre molido a golpes”, ¡ni visto ni oído! Aun en el presente caso, en el cual por casualidad el hombre fue muerto a golpes (“qué mala idea tuvo de morirse; era un mujik robusto, ¿quién podía suponer que eso ocurriera?”), la acusación debió probar, con las declaraciones de los testigos, que “Vózdujov, antes de ser llevado a la comisaría, gozaba de perfecta salud”. Evidentemente, los asesinos, que siempre negaron que lo golpearan, dijeron que lo habían traído ya molido a golpes. Y encontrar testigos para un caso de este género, es cosa increíblemente dificultosa. Por una feliz casualidad, la ventanilla del calabozo que da al local de guardia no estaba cerrada del todo; la verdad es que en lugar de vidrios se había colocado en la ventanilla una chapa de hojalata con agujeros, y del lado del local de guardia esos agujeros estaban tapados con un cuero; pero con el dedo se podía levantar el cuero y entonces, desde el calabozo, se veía lo que pasaba en el local de guardia. Sólo por esta circunstancia se logró reconstituir totalmente en el tribunal la escena de la “lección”. Pero una anomalía como esa de la ventana mal tapada sólo pudo ocurrir en el siglo pasado; en el siglo XX, con toda seguridad, la ventanita del calabozo que da al local de guardia en la comisaría de la fortaleza de Nizhni Nóvgorod está herméticamente cerrada… Y como no hay testigos, ¡guay del que caiga en el local de guardia!
En ningún país existen tantas leyes como en Rusia. Hay entre nosotros leyes para todo. Existe también un reglamento especial para casos de detención, en el que se establece con pormenores que la detención es legal sólo en locales especiales, sometidos a una vigilancia especial. Como se advierte, la ley se cumple: en la comisaría existe un “cala bozo” especial. Pero antes de entrar al calabozo “es costumbre” que a uno lo “empujen” “al local de guardia”. Y aunque la función del local de guardia, como verdadera cámara de torturas, aparezca de manera absolutamente evidente a lo largo de todo el proceso, la autoridad judicial no pensó siquiera en fijar su atención sobre este hecho. En efecto, ¡no podemos esperar que los fiscales denuncien las barbaridades de nuestra autocracia policial, ni que tomen medidas contra ella!
Ya nos hemos referido al problema de los testigos en asuntos de esta índole. En el mejor de los casos, sólo pueden ser testigos personas que se encuentran en manos de la policía; sólo como excepción sería posible que un extraño lograse presenciar una “lección” dada en una comisaría. Y en cuanto a los testigos que se encuentran en manos de la policía, son presionables por ésta. Así fue en el caso que examinamos. El testigo Frolov, que en el momento del asesinato se hallaba en el calabozo, afirmó, en el curso de la instrucción previa, que Vózdujov había sido golpeado por los agentes y por el inspector de policía; luego retiró su denuncia contra el inspector Panov, y ante el tribunal ya declaró que ningún policía había golpeado a Vózdujov, que fueron Semajin y Bárinov (otros dos detenidos que fueron los principales testigos de cargo) quienes lo habían instigado a declarar contra la policía, que no había sido instigado ni aleccionado por ésta. Los testigos Fadéev y Antónova declararon que en el local de guardia nadie le había puesto un dedo encima a Vózdujov: todos estaban tranquilos y pacíficos, y no hubo disputa alguna.
Como se ve, un hecho de los más corrientes. Y las autoridades judiciales lo admitieron con su acostumbrada indiferencia. Existe una ley que castiga con bastante severidad el falso testimonio; la iniciación de un juicio contra esos dos falsos testigos habría arrojado más luz sobre los abusos de la policía, contra los cuales están prácticamente indefensos quienes tienen la desgracia de caer en sus garras (y esta desgracia le ocurre regular y constantemente a centenares de miles de personas “comunes”); pero el tribunal solo piensa en la aplicación de tal artículo del código, y jamás en esa falta de protección. Y ese detalle del proceso, como lodos los demás, demuestra con claridad cuál es esa sólida red que lo abarca todo, esa lacra tan arraigada, para librarse de la cual es necesario abolir todo el sistema de autocracia policial y de absoluta carencia de derechos para el pueblo.
Hace unos treinta y cinco años, el célebre escritor ruso F. M. Reshétnikov tuvo un percance desagradable. Se dirigía’, en San Petersburgo, a la Asamblea de la Nobleza, creyendo equivocadamente que allí se daba un concierto. Los policías no lo dejaron entrar y le gritaron: “¿Adónde vas? ¿Quién eres?” –“Un obrero”, respondió en tono grosero F. M. Reshétnikov, enojado. El resultado de esta respuesta cuenta Gleb Uspenski– fue que Reshétnikov pasó la noche en la comisaría, de la cual salió golpeado, despojado de su dinero y sin anillo. “Pongo en conocimiento de este hecho a Vuestra Excelencia –escribía Reshétnikov en una solicitud al director de policía de San Petersburgo–. Nada reclamo. Sólo me permito importunarlo para solicitar que los comisarios de policía, inspectores y agentes de policía no golpeen a la gente del pueblo… Aun sin ello ya este pueblo tiene que soportar mucho.”(7)
El modesto ruego con que hace ya tanto tiempo un escritor ruso osó importunar al jefe de policía de la capital, ha quedado hasta ahora sin cumplir, y no puede cumplirse en tanto persista nuestro régimen político. Pero en el momento actual la atención de todo hombre honesto, atormentado por el espectáculo de la brutalidad y la violencia, es atraída por el nuevo y vigoroso movimiento popular, que concentra fuerzas para barrer de la faz de la tierra rusa toda manifestación de salvajismo y para realizar los más nobles ideales de la humanidad. Durante estas últimas décadas* el odio hacia la policía ha crecido y se ha arraigado profundamente en las masas de gente sencilla. El desarrollo de la vida urbana, el incremento de la industria, la difusión de la instrucción, todo eso ha sembrado, aun en las masas ignorantes, la aspiración a una vida mejor y la conciencia de la dignidad humana; la policía, sin embargo, sigue siendo tan arbitraria y brutal como siempre. A su brutalidad se ha agregado, simplemente, un mayor refinamiento en la búsqueda y el acoso de un nuevo enemigo, el más temible: todo lo que aporta a las masas populares un rayo de conciencia de sus derechos y de fe en sus fuerzas. Fecundado por esta conciencia y por esta fe, el odio popular encontrará una salida no en una venganza salvaje, sino en la lucha por la libertad.


Notas:
(1) A propósito, he aquí un hecho más que permite apreciar la medida de castigo que nuestros tribunales aplican por diversos delitos. Algunos días después del juicio celebrado contra los asesinos de Vózdujov, el tribunal de la región militar de Moscú juzgó a un soldado que servía en la brigada de artillería de la guarnición y que había robado 50 pantalones y unos cortes de botas mientras estaba de guardia en el depósito. Sentencia: cuatro años de trabajos forzados. La vida de un hombre en manos de la policía tiene el mismo valor que 50 pantalones y unos cortes de botas confiados a un centinela. En esta original “equivalencia” se refleja, como el sol en una gota de agua, todo el régimen de nuestro Estado policíaco. La persona, frente al poder del Estado, no es nada; la disciplina interna lo es todo… no, perdón: “todo” sólo para los de abajo. El ratero va a trabajos forzados, pero los grandes ladrones, los magnates, los ministros, los directores de banco, los constructores de ferrocarriles, los ingenieros, los contratistas, etc., que se embolsan decenas y centenares de miles de los bienes del fisco, ésos, en el peor y más raro de los casos, pagan con el confinamiento en provincias apartadas, donde pueden vivir bien gracias al dinero que han robado (por ejemplo, los banqueros confinados en Siberia Occidental), desde donde les es fácil escapar al extranjero (por ejemplo, el coronel de gendarmería Méranville de Saint-Clair).
(2) Derzhimorda: nombre de un policía en la comedia del escritor ruso N. V. Gógol El Inspector. Nombre genérico para designar al opresor y tirano insolente y grosero.
(3) En lugar de denunciar en toda su amplitud los escándalos ante los tribunales y ante la sociedad, se prefiere, en nuestro país, escamotear los asuntos en el tribunal y salir del paso con órdenes y circulares plagadas de frases ampulosas, pero hueras. Por ejemplo, el jefe de policía de Oriol acaba de publicar una orden que, en confirmación de disposiciones anteriores, invita a los comisarios de policía a que, personalmente o por intermedio de sus ayudantes, recomienden encarecidamente a los funcionarios subalternos de la policía evitar en absoluto toda grosería o acto de violencia cuando arresten a borrachos en la vía pública y los conduzcan al calabozo para que se les pase la borrachera; que expliquen a sus subordinados que es obligación de la policía, entre otras, la protección de los borrachos, ya que no pueden quedar abandonados a su propia suerte sin correr evidentes riesgos; por eso los funcionarios subalternos de la policía, que son, según establece la ley, defensores y protectores de la población, cuando arresten y conduzcan al calabozo a los borrachos, no sólo no deben recurrir a ningún tratamiento grosero o inhumano, sino que, por el contrario, tienen que tomar todas las medidas que de ellos dependen para proteger a las personas conducidas al calabozo, hasta que se les pase la borrachera. La orden previene a los funcionarios subalternos que sólo si cumplen, consciente y legalmente, con sus obligaciones, tendrán derecho a contar con la confianza y el respeto de la población, y que, por el contrario, tolerar de parte de los funcionarios policiales cualquier arbitrariedad, cualquier brutalidad hacia los borrachos, así como violencias incompatibles con los deberes de los funcionarios policiales, que deben servir de modelo de honestidad y buenos modales, conllevará inevitablemente un severo castigo, como dispone la ley, y que los funcionarios subalternos de la policía culpables de haber incurrido en tales procederes serán sometidos a la justicia sin indulgencia alguna. He aquí un proyecto de caricatura para una revista satírica: ¡el inspector de policía absuelto de la acusación de asesinato lee la orden en virtud de la cual debe ser un modelo de honestidad y buenos modales!
(4) Los liberales partidarios del tribunal de jurados, en sus polémicas con los reaccionarios en la prensa legal, niegan a menudo, de manera categórica, la importancia política de tal tribunal y se esfuerzan por probar que en modo alguno defienden la participación en él de elementos sociales por motivos políticos. Indudablemente, esto puede depender, en parte, de esa incapacidad de reflexión política que tan a menudo padecen precisamente los juristas, aunque se especialicen en ciencias “políticas”. Pero sobre todo se explica por la necesidad de expresarse en lenguaje esópico (Esopo: fabulista semilegendario de la antigua Grecia; su manera alegórica de expresar los pensamientos en sentido figurado recibió el nombre de lenguaje esópico) ante la imposibilidad de declarar abiertamente sus simpatías por una Constitución.
(5) Nadie había pensado siquiera en llevar prontamente el caso al tribunal. A pesar de la notable simplicidad y claridad del asunto, el incidente del 20 de abril de 1899 sólo fue examinado en el tribunal el 23 de enero de 1901. ¡He aquí una justicia rápida, equitativa y benévola!
(6) Estas líneas ya habían sido escritas cuando los diarios confirmaban una vez más este aserto. En el otro extremo de Rusia, en Odesa, una ciudad con categoría de capital, el juez de paz absolvió a un tal M. Klinkov, acusado de promover un escándalo durante su detención en la comisaría de policía, según el acta del inspector de policía Sadukov. Ante el tribunal, el acusado, así como sus cuatro testigos, declararon lo siguiente: Sadukov había arrestado y conducido a la comisaría a M. Klinkov en estado de embriaguez. Una vez sobrio, Klinkov reclamó su libertad. En respuesta, un policía lo agarró del cuello y comenzó a golpearlo; llegaron tres policías más y entre los cuatro lo golpearon en la cara, la cabeza, el pecho y los costados. Bajo la lluvia de golpes que caían sobre él, Klinkov rodó ensangrentado al suelo, y allí siguieron pegándole con más furor aún. Como declararon Klinkov y sus testigos, los torturadores eran dirigidos por Sadukov quien alentaba a los policías. Klinkov perdió el conocimiento, y cuando volvió en sí, lo dejaron salir de la comisaría. Sin tardanza Klinkov acudió a un médico para que lo examinara. El juez de paz aconsejó a Klinkov que iniciara demanda contra Sadukov y los policías ante el fiscal, a lo que Klinkov respondió que tal demanda había sido ya presentada y que veinte personas se presentarían como testigos de las torturas que había sufrido.
No es necesario ser profeta para predecir que M. Klinkov no logrará que los policías sean procesados y condenados por torturas. Ellos no lo mataron a golpes; y si, contra toda suposición, son condenados, la condena será leve.
(7) Lenin cita el artículo de Gleb Uspenski Fiador Mijáilovich Reshétnikov (Ensayo biográfico).

 Extraído de redstarpublishers.org

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