El capitán Guillaume Ancel |
Guillaume Ancel era capitán del ejército francés cuando intervino en
Ruanda en junio de 1994, al final del genocidio tutsi (Operación
Turquesa). En marzo publicó un libro que precisa todos los testimonios
al respecto, completados por su experiencia personal. Muy fáctico,
relata lo que él mismo observó o aprendió en su momento; luego, en
retrospectiva, lo compara con lo que escuchó de los dirigentes políticos
y militares franceses.
El libro está causando mucho ruido en Francia. El punto más destacado es el aspecto agresivo de la Operación Turquesa. Los soldados franceses que en 1994 partieron hacia Ruanda recibieron una orden escrita de reconquistar la capital ruandesa, Kigali, aunque a su llegada al lugar un oficial les quitó el papel, con precauciones inusuales para que no quedara ningún rastro documental.
A Ancel le enviaron a Ruanda para guiar a los cazas y, a diferencia de sus misiones anteriores, nunca recibió una explicación clara y precisa del contexto político y los objetivos de la operación. A finales de junio, no tenía ningún indicio de que su misión fuera humanitaria o de otro tipo. Descubrieron a los fugados tutsis que eran el blanco de la masacre en Bisesero. Sin embargo, la unidad a la que pertenece Ancel, estacionada a pocos kilómetros de distancia, no recibió la orden de intervenir, aunque la unidad era numerosa, estaba bien equipada, desocupada y preparada para la acción.
En la noche del 30 de junio les enviaron a detener al Frente Patriótico Ruandés, cuyas tropas se opusieron al gobierno genocida y lo pusieron fin. Sin embargo, la operación se interrumpió in extremis a primera hora de la mañana del 1 de julio. Ancel interpreta que esta decisión reflejaba una polémica entre los responsables franceses: la operación había sido decidida sin duda por el Estado Mayor Conjunto, mientras que finalmente el Elíseo la había puesto fin. A partir de ese momento la operación adquiere, al menos en parte, un carácter humanitario, que se dará a conocer ampliamente.
Así, en los últimos días de junio, el campo de refugiados de Nyarushishi estuvo protegido por unos pocos hombres de las fuerzas especiales que estaban más preocupados por organizar una misa que por acabar con las matanzas. Según Ancel, hasta principios de julio las fuerzas especiales no fueron relevadas por una gran unidad organizada de manera efectiva, que prohibió explícitamente a sus soldados las relaciones sexuales con las mujeres ruandesas.
También a principios de julio comenzaron las primeras operaciones de rescate para los supervivientes ocultos de los tutsis. Fue también a principios de julio cuando se celebraron los primeros debates en el ejército sobre la necesidad de desarmar a los milicianos. Ancel participó en ellos. Subraya la ausencia de una distinción clara entre los milicianos genocidas, por un lado, y las fuerzas armadas del gobierno que apoya el ejército francés, por otro. Incluso en la zona controlada por el ejército francés, los milicianos siguen dominando sobre vastos territorios, incluso intentando intimidar a los soldados franceses.
A los soldados franceses se les ordenó colaborar con las autoridades civiles ruandesas y gradualmente se dieron cuenta, cada uno a su propio ritmo, de que sus interlocutores tenían las manos manchadas de sangre. Nadie les advirtió del hecho de que habían sido esas autoridades las que habían organizado el genocidio tutsi, hasta el punto de que Ancel descubre asombrado que un teniente francés de las fuerzas especiales había autorizado a un alcalde genocida a conservar sus armas.
Las autoridades civiles y militares ruandesas provocaron el éxodo de la población hacia el vecino Zaire (actualmente la República Democrática del Congo) porque vaciando el país practicaban una táctica de tierra quemada. Al mismo tiempo, disimulaban entre la masa de refugiados a los ejecutores del genocidio y les permitían escapar de las sanciones para reorganizarse en el Zaire para intentar reconquistar Ruanda.
Ancel observa que este éxodo lo provocan las autoridades ruandesas sin que los franceses lo impidan, aunque tenían medios para ello. Las consecuencias humanitarias del éxodo fueron deplorables, con una epidemia de cólera que recibirá más cobertura mediática que el genocidio tutsi.
Ancel recoge los sentimientos del teniente coronel Hogard el día en que tuvo que recibir a los miembros del gobierno ruandés. Acompañó amablemente al Zaire a los responsables de las masacres. Podría haberlos detenido, podría incluso haberlos neutralizado, pero sus órdenes no le dejaron otra opción.
La parte del libro de Ancel que atrae la atención de los medios de comunicación franceses se refiere al movimiento de armas en la zona controlada por el ejército francés. El oficial explica que se le ordenó que desviara la atención de los periodistas para que no vieran un convoy de camiones entregando armas a los militares ruandeses en la ruta hacia el Zaire. Se enteró de que Francia estaba financiando a las tropas genocidas del gobierno y que las rearmó, para convertir los campos de refugiados en una base de retaguardia para futuros combates.
En ocasiones, en lugar de proteger a la población amenazada, las tropas francesas escoltaban a los religiosos e incluso a un obispo que quería salvar sus coches de lujo.
Otra anécdota significativa del ardor guerrero de los colonialistas: para que sus superiores le condecoraran, un oficial se provocó un choque mortal con militantes del Frente Patriótico.
Una noche un suboficial en jefe le pidió que se quedara con él para lograr que los detenidos confesaran bajo tortura. Nadie se opuso, excepto el autor del libro, quien les amenazó a los verdugos con que a su regreso a Francia denunciaría cualquier acto de tortura. Finalmente, el teniente coronel prohibió el interrogatorio.
En una ocasión, el oficial encontró un cadáver en el suelo que parecía enigmáticamente caído del cielo. Tres años más tarde, mientras hablaba con un piloto de helicóptero que quería tranquilizar su conciencia, se enteró de que miembros de las fuerzas especiales habían lanzado al hombre desde un helicóptero, desde una gran altitud.
No es un invento argentino propio de la Operación Cóndor. Hay numerosos testimonios de ruandeses sobre el lanzamiento de personas desde helicópteros, a veces desde altitudes bajas, para asustar más que para matar.
¿Por qué los franceses apoyamos a un gobierno genocida?, se pregunta finalmente el autor del libro. La respuesta es que, además de racista, el imperialismo es sinónimo de crimen y tortura practicado por estas potencias european que tanto presumen de respetar los derechos humanos.
Luego sólo hace falta asegurar el silencio y la impunidad de los criminales. El diputado socialista Paul Quilès, que dirigió la comisión parlamentaria de 1998 sobre el genocidio, le dijo al oficial que no testificara “para no perturbar la visión francesa del papel que desempeñamos en Ruanda”. O sea, para preservar el engaño propagado a través de los medios de comunicación.
El libro está causando mucho ruido en Francia. El punto más destacado es el aspecto agresivo de la Operación Turquesa. Los soldados franceses que en 1994 partieron hacia Ruanda recibieron una orden escrita de reconquistar la capital ruandesa, Kigali, aunque a su llegada al lugar un oficial les quitó el papel, con precauciones inusuales para que no quedara ningún rastro documental.
A Ancel le enviaron a Ruanda para guiar a los cazas y, a diferencia de sus misiones anteriores, nunca recibió una explicación clara y precisa del contexto político y los objetivos de la operación. A finales de junio, no tenía ningún indicio de que su misión fuera humanitaria o de otro tipo. Descubrieron a los fugados tutsis que eran el blanco de la masacre en Bisesero. Sin embargo, la unidad a la que pertenece Ancel, estacionada a pocos kilómetros de distancia, no recibió la orden de intervenir, aunque la unidad era numerosa, estaba bien equipada, desocupada y preparada para la acción.
En la noche del 30 de junio les enviaron a detener al Frente Patriótico Ruandés, cuyas tropas se opusieron al gobierno genocida y lo pusieron fin. Sin embargo, la operación se interrumpió in extremis a primera hora de la mañana del 1 de julio. Ancel interpreta que esta decisión reflejaba una polémica entre los responsables franceses: la operación había sido decidida sin duda por el Estado Mayor Conjunto, mientras que finalmente el Elíseo la había puesto fin. A partir de ese momento la operación adquiere, al menos en parte, un carácter humanitario, que se dará a conocer ampliamente.
Así, en los últimos días de junio, el campo de refugiados de Nyarushishi estuvo protegido por unos pocos hombres de las fuerzas especiales que estaban más preocupados por organizar una misa que por acabar con las matanzas. Según Ancel, hasta principios de julio las fuerzas especiales no fueron relevadas por una gran unidad organizada de manera efectiva, que prohibió explícitamente a sus soldados las relaciones sexuales con las mujeres ruandesas.
También a principios de julio comenzaron las primeras operaciones de rescate para los supervivientes ocultos de los tutsis. Fue también a principios de julio cuando se celebraron los primeros debates en el ejército sobre la necesidad de desarmar a los milicianos. Ancel participó en ellos. Subraya la ausencia de una distinción clara entre los milicianos genocidas, por un lado, y las fuerzas armadas del gobierno que apoya el ejército francés, por otro. Incluso en la zona controlada por el ejército francés, los milicianos siguen dominando sobre vastos territorios, incluso intentando intimidar a los soldados franceses.
A los soldados franceses se les ordenó colaborar con las autoridades civiles ruandesas y gradualmente se dieron cuenta, cada uno a su propio ritmo, de que sus interlocutores tenían las manos manchadas de sangre. Nadie les advirtió del hecho de que habían sido esas autoridades las que habían organizado el genocidio tutsi, hasta el punto de que Ancel descubre asombrado que un teniente francés de las fuerzas especiales había autorizado a un alcalde genocida a conservar sus armas.
Las autoridades civiles y militares ruandesas provocaron el éxodo de la población hacia el vecino Zaire (actualmente la República Democrática del Congo) porque vaciando el país practicaban una táctica de tierra quemada. Al mismo tiempo, disimulaban entre la masa de refugiados a los ejecutores del genocidio y les permitían escapar de las sanciones para reorganizarse en el Zaire para intentar reconquistar Ruanda.
Ancel observa que este éxodo lo provocan las autoridades ruandesas sin que los franceses lo impidan, aunque tenían medios para ello. Las consecuencias humanitarias del éxodo fueron deplorables, con una epidemia de cólera que recibirá más cobertura mediática que el genocidio tutsi.
Ancel recoge los sentimientos del teniente coronel Hogard el día en que tuvo que recibir a los miembros del gobierno ruandés. Acompañó amablemente al Zaire a los responsables de las masacres. Podría haberlos detenido, podría incluso haberlos neutralizado, pero sus órdenes no le dejaron otra opción.
La parte del libro de Ancel que atrae la atención de los medios de comunicación franceses se refiere al movimiento de armas en la zona controlada por el ejército francés. El oficial explica que se le ordenó que desviara la atención de los periodistas para que no vieran un convoy de camiones entregando armas a los militares ruandeses en la ruta hacia el Zaire. Se enteró de que Francia estaba financiando a las tropas genocidas del gobierno y que las rearmó, para convertir los campos de refugiados en una base de retaguardia para futuros combates.
En ocasiones, en lugar de proteger a la población amenazada, las tropas francesas escoltaban a los religiosos e incluso a un obispo que quería salvar sus coches de lujo.
Otra anécdota significativa del ardor guerrero de los colonialistas: para que sus superiores le condecoraran, un oficial se provocó un choque mortal con militantes del Frente Patriótico.
Una noche un suboficial en jefe le pidió que se quedara con él para lograr que los detenidos confesaran bajo tortura. Nadie se opuso, excepto el autor del libro, quien les amenazó a los verdugos con que a su regreso a Francia denunciaría cualquier acto de tortura. Finalmente, el teniente coronel prohibió el interrogatorio.
En una ocasión, el oficial encontró un cadáver en el suelo que parecía enigmáticamente caído del cielo. Tres años más tarde, mientras hablaba con un piloto de helicóptero que quería tranquilizar su conciencia, se enteró de que miembros de las fuerzas especiales habían lanzado al hombre desde un helicóptero, desde una gran altitud.
No es un invento argentino propio de la Operación Cóndor. Hay numerosos testimonios de ruandeses sobre el lanzamiento de personas desde helicópteros, a veces desde altitudes bajas, para asustar más que para matar.
¿Por qué los franceses apoyamos a un gobierno genocida?, se pregunta finalmente el autor del libro. La respuesta es que, además de racista, el imperialismo es sinónimo de crimen y tortura practicado por estas potencias european que tanto presumen de respetar los derechos humanos.
Luego sólo hace falta asegurar el silencio y la impunidad de los criminales. El diputado socialista Paul Quilès, que dirigió la comisión parlamentaria de 1998 sobre el genocidio, le dijo al oficial que no testificara “para no perturbar la visión francesa del papel que desempeñamos en Ruanda”. O sea, para preservar el engaño propagado a través de los medios de comunicación.
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